lunes, 30 de noviembre de 2009

Una segunda despedida

Hay despedidas que se llevan en el corazón por siempre. Aquí he vertido alguna de mis más dolorosas. Sin embargo la primera me sucedió a los dieciseis. La he recordado siempre e igualmente siempre me ha dolido.

La mañana del fin de mi etapa preparatoriana fue gris, como gris fui yo en todo su transcurso, como gris fue la generación a la que pertenecí, igual de gris que la ceremonia de clausura y la entrega de certificados en la que participaba. De alguna manera sobriviví a la parafernalia de la toga y el birrete, y mis ojos lograron no hacer agua. Nada me importaba lo que se decía, los diplomas de excelencia entregados, los familiares de los graduados sentados en masa frente a nosotros, sonrientes todos por el logro de sus hijos; nada. Lo único que martillaba en mi cabeza era que ese sería el último día que lo vería.

Lo amé en silencio por dos años y siempre me conformé con la esperanza diaria de verlo de lejos. Estudiaba sus gestos con la misma dedicación con la que leía a Shakespeare, miraba los movimientos de sus manos con la misma pasión con la que resolvía mis ejercicios de álgebra. Me gustaba mirar su cabello negro, amaba ver su andar lento y beberme la estela de su aroma (una mezcla perfecta de loción y cigarrillo), deliraba al escuchar su voz. Así que al finalizar aquella ceremonia mi vida dejaría de tener sentido. No lo vería más. "NUNCA" retumbaba en mi cabeza como la única palabra posible. ¿A qué me dedicaría después si ya no podría verle ni de lejos ni de cerca?, ¿qué interés podía tener la universidad si no me ofrecía la posibilidad de pasar a su lado y temblar ante el "hola" casual que podría regalarme en medio de una sonrisa piadosa?, ¿qué me quedaría después de que ese medio día terminara de asesinarme las esperanzas?

La ceremonia finalizó. No recuerdo bien si me despedí o no de los que fueron mis amigos durante tres años, no sé si hubo algún festejo; sólo recuerdo que salí al estacionamiento y subí al coche que mis padres me habían prestado como premio a mis múltiples diplomas de excelencia académica, y que también era gris. Sólo entonces pude abrir las compuertas y las lágrimas se desbordaron sobre mi rostro adolescente. Todo había terminado y yo ni siquiera me había despedido de él.

¡La vida era tan injusta y triste y dolorosa!

Minutos después le vi aparecer junto con otro amigo, caminaron hacia mi auto, me limpié las lágrimas como pude, nos saludamos, nos despedimos como si cualquier cosa, como si nada, como si al día siguiente la rutina de los últimos tres años de nuestras vidas fuera a repetirse, como si no estuviéramos terminando un ciclo y abriendo otro nuevo y distinto en el que ya no compartiríamos aula ni maestros. Después vino ese momento que he guardado en mi memoria con una nitidez extraordinaria: él alejándose, yo mirando su espalda y su cabello ondulado mientras sus pies avanzaban con esa lentitud tan suya, en una especie de cámara lenta que sólo yo, entre la inundación de mis ojos, era capaz de observar; puso un pie tras otro sin mirar atrás, sin dejar nada para mí. No pude decirle adiós como hubiera querido, no pude abrazarlo una sola vez, no pude gritarle cuánto lo amaba y cuánto iba a extrañar su compañía distante y sus ojos aunque no me miraran y su sonrisa aunque no me sonriera y su voz aunque no me hablara.

Diecinueve años después, la vida o mejor dicho Facebook, nos puso frente a frente de nuevo. Yo sané algunas heridas, él confesó tardíamente lo que no se atrevió en su momento y ambos construímos una especie de amistad con fuertes reminicencias de aquel pasado en el que las mariposas se nos agitaban en el estómago al ver al otro. Los pocos momentos compartidos parecían estar suspendidos en un limbo ligero y perfecto en el que no había silencios incómodos y se podía hablar sin ataduras de cualquier tema, en el que se podía ser un alguien distinto al que caminaba por la calle cada día, un alguien único y libre que sólo podía existir en la compañía del otro.

Vivir en la misma ciudad nos permitió vernos de vez en cuando, la segunda despedida viene como resultado de su cambio de residencia. El amor tocó a su puerta y, como suele suceder con las personas que esperan demasiado, lo hizo de una forma avasallante. En tres meses pasó de ser un soltero empedernido a un loco enamorado capaz de dejarlo todo para seguir al amor de su vida a un pueblo lejano. Me alegró el fin de su soledad, me hizo feliz saberlo feliz, sin embargo no puedo negar que me dolió saber que esos limbos ligeros dejarían de ser posibles para mí, que no habría más de esas conversaciones largas y variadas, que la música una vez más llegaba a su fin. Esta vez es diferente porque no soy una adolescente enamorada sino una mujer casada y comprometida con su matrimonio, madre de dos hijos, con un sin fin de responsabilidades sobre los hombros, una mujer que siempre ha creído que el amor no se destruye, que si alguna vez amaste con intensidad ese amor se convierte en algo más sereno con el paso de los años pero no deja de existir; bajo esa premisa puedo decir sin miendo ni vergüenza que siento por él un cariño inmenso, que su nombre jamás pasará sin pena ni gloria frente a mis ojos y que su sonrisa vivirá por siempre en mis recuerdos más básicos.

Una segunda despedida se acerca y no es el amor ni el desamor lo que me duele, es la certeza de que nunca más nos veremos, pero sobre todo, la inminencia de un nuevo adiós sin una mirada, sin un abrazo, sin un apretón de manos, sin un último limbo. Siento que vivo una y otra vez ese momento en cámara lenta en el que lo veo alejarse y no puedo hacer ni decir nada, vuelvo a tener dieciseis y a sentir una punzada en el corazón.

Entiendo que organizar un cambio de vida tan dramático en menos de un mes es algo que no deja tiempo para despedirse de las amigas ñoñas de la prepa. No reprocho, es sólo que me habría encantado poder decirle adiós mirándolo... tal vez entonces aquella mañana gris de hace diecinueve años dejaría de doler.


viernes, 27 de noviembre de 2009

Disyuntivas

He notado que cada determinado tiempo la vida me presenta disyuntivas de alto impacto. El viernes pasado fue uno de esos días en los que se siente en el aire la necesidad imperiosa de una redefinición, de un cambio de rumbo, de un nuevo derrotero. Parada en la fila del banco comencé a sentirme pequeñita, extraña, con la garganta hecha un nudo ciego, como años antes en tantas ocasiones: en la recámara de mis padres, exponiendo mi necesidad por alejarme del dolor, anhelando que se me permitiera volver a Ciudad de México para comenzar una vida nueva y sola. En el balcón de la casa de Veracruz, deseando con todas mis fuerzas estar al otro lado del teléfono con el hombre al que amaba y amo, inmersa en la ansiedad de verlo, de abrazarlo y decirle a los ojos que sí, que aceptaba pasar el resto de la vida a su lado. En mi oficina aceptando el trato de ir a vivir a León a comenzar una vida nueva en completa soledad de pareja. Empacando mis cosas y saliendo de casa de mis padres rumbo a los preparativos finales de mi boda, para nunca más volver como hija de familia. Frente a un predictor con dos rayas rosas y con mi incipiente matrimonio colapsando a mi alrededor. A doscientos metros de la casa qe siempre soñé y que construimos con tantos esfuerzos, caminando después de la comida en medio del frío sutil de finales del invierno leonés, aceptando el duro revés que significaba volver a Ciudad de México a pesar de haber jurado que nunca más.
La experiencia me dice que no debo dejarme intimidar porque la tempestad dura poco y depende de mi convicción el salir con más o menos respones; tantas idas y venidas deben haberme dejado algo bueno, las renuncias incomprensibles del pasado deben ahora ser mi acicate y mostrarme el camino; debo asimilar, aceptar y, una vez más, decidir, escojer el camino. Espero que esta vez también sea el correcto.

martes, 24 de noviembre de 2009

Hojas secas

El otro día iba de camino al colegio de mis hijos cuando en un semáforo rojo que me tocó vi sobre el camellón un rastro de hojas secas. Sentí la necesidad de escribir sobre ello y esto fue lo que resultó.


Hojas secas, hojas que pintan mi vida con el color de la experiencia.

Hojas secas, hojas muertas, claro indicio del fin de un ciclo.

Hoy son hojas secas las que cubren este camino lleno de otoño, pero mañana vendrán las verdes a decorar en otro tono el paisaje de mi vida.




jueves, 19 de noviembre de 2009

Espejismos

Un día despiertas y sientes que nada encaja, que te pones vieja y fea y aguada, que tus hijos no te pelan y tu marido te da flojera. Un día la vida te pone pruebas y sientes que no tienes la fuerza para superarlas, entonces buscas estímulos o la vida misma te los pone en el camino y encuentras espejismos baratos, paraísos efímeros, te embotas con ellos y lo que te sostiene (tu familia) es lo único que no observas ni sientes ni comprendes.
Siempre he dicho que Dios me ha protegido miles de veces de mí misma, mi umbral de estupidez es tan alto que de haberme permitido tomar decisiones habría hecho un muladar de mi propia existencia; así que históricamente me ha quitado de encima las tentaciones para que no pueda, aunque quiera, joderme los días que me quedan. Así, sin darme cuenta, y aunque mentando madres al inicio, todo vuelve a su lugar, las sonrisas de siempre regresan, los amores que no se van nunca son vistos de nuevo, el protagonista de mis sueños brilla otra vez sobre su escenario, regresan a casa los soles y las lunas y yo misma. Sé que suena extraño pero ese día, el del retorno, el de la vuelta a casa, y las semanas que le siguen son tan placenteros que hacen que valga la pena el efímero extravío, después de todo dicen que lo mejor de los pleitos son las reconciliaciones ¿no?, pues en este caso aplica con sus asegunes: lo mejor de mis espejismos es cuando desaparecen tras la barba de tres días de mi marido.

martes, 10 de noviembre de 2009

Ayer cumplí treinta y seis

Ayer cumplí treinta y seis. A pesar de que ha sido un año difícil y que la fecha llega en un momento en el que mi vida está bajo una intensa presión, puedo decir que estoy plena. Físicamente nunca me había sentido mejor, veo mi rostro en algunas fotografías y me parece que reflejo serenidad, un buen mix de madurez y juventud, y un bienestar que a veces me sorprende encontrar ahí porque no tengo conciencia de sentirlo realmente. Este año resolví cuentas pendientes con el pasado y le he ganado la partida (no sin raspones y madrazos) a la dichosa crisis económica mundial, adquirí mejores hábitos, me enamoré del ejercicio y bajé mi consumo de cigarrillos a un par por reunión social. El balance es positivo, creo, sin embargo el fantasma del tiempo avanzando como un F1 incontenible me ha golpeado el cerebro y la entraña, me ha dejado pensando en la fugacidad de la vida y sintiéndome pequeña ante ello. He llegado hasta aquí sin sentirlo siquiera; en lo que me ha parecido un parpadeo pasé de los quince a los treinta y seis, en un suspiro mi nena pasó de mis brazos a los de la pubertad y mi enano, de usar pañales a jeans entubados y playeras negras con insignias de Metallica. No me quejo de ello, de verdad que no, es sólo que me aterra que los próximos viente años se me vayan igual que los anteriores y que en otro parpadeo me encuentre arañando los sesenta y temblando ante lo inminente de mi propia decadencia, pero sobre todo si en ese momento volteo al pasado y encuentro que he malgastado mis días, mis sonrisas, mis besos y mis abrazos, que no hice nada realmente bueno para mí y los que amo y los que no amo, que mis acciones o pensamientos no trascendieron en el corazón de por lo menos una persona.
Ayer cumplí treinta y seis, y me hice la promesa de costumbre: vivir a tope. Sigo tratando, sigo intentando...