jueves, 31 de diciembre de 2009

Los abandonados

"¡Cómo me dan pena las abandonadas,
que amaron creyendo ser también amadas,
y van por la vida llorando un cariño,
recordando un hombre y arrastrando un niño!..."

Recuerdo que así rezaba el poema de Julio Sexto que mi madre solía escuchar en la voz de Manuel Bernal cuando yo era niña.

Mi marido dice que en mi familia somos tirados al drama porque nuestra vida ha sido material digno de una película de Emilio el Indio Fernández, protagonizada por una Dolores del Río, una Marga López o una Libertad Lamarque en compañía de alguno de los hermanos Soler o de Joaquín Pardavé.

Sí, seguramente por eso me dan pena las abandonadas... y los abandonados también.

Muchas veces me he sentado a pensar en cuál es la verdadera razón por la que vengo aquí a vaciar el sentimiento, la reflexión, el dolor, la alegría, el coraje, la desolación, la emoción y todas las cosas de las que suelo hablar.

Aquí casi nadie me conoce y por esa razón creo que no siempre tienen sentido mis palabras más que para mí misma, para la amiga con la que comparto este espacio y para una o dos amigas que sé que de vez en cuando vienen a leer.

¿Compartir? Durante algún tiempo pensé que este espacio servía para compartir pero, ¿realmente tengo algo qué compartir?

La verdad es que no lo sé. Hablo porque tengo algo qué decir y creo que a estas alturas de la vida no necesito justificación para hacerlo. Simplemente ahí está para el que quiera tomar algo si le sirve y lo que no, pues que lo pase de largo.

De repente miro mis propios proyectos y veo que en algún momento los he abandonado. Casi siempre porque siento que no tiene caso seguir adelante con sueños que a nadie le importan.

En el recuento de lo que hice durante el 2009 me encuentro con que dejé pasar mucho tiempo antes de venir a dejar alguna entrada en este espacio. Siempre tengo algo qué decir, pero a veces no tengo tiempo, a veces no tengo ánimo y en ocasiones no tengo seso para expresar correctamente las ideas.

En fin... ¡Qué importa si lo que digo son tonterías o cosas sin sentido! Para mí, expresar lo que siento es comolanzar al viento la voz de la persona que vive aquí adentro y que es más que una hija, una esposa, una madre, una amiga o una trabajadora.

Que no sea yo, la primera en abandonar mis sueños.

martes, 29 de diciembre de 2009

No basta ser bien portada...

Una de las cosas que más recuerdo de mi difunta abuela Ana María es que siempre hizo énfasis en que deberíamos ser bien portados porque la gente que se porta bien, siempre es bienvenida en todas partes y por todo el mundo.


Crecí bajo este precepto y al final me hice una persona de bien, aunque nunca he sido capaz de dejar de lado mis defectos. ¿Quién puede?


Han tenido que pasar 37 años para que aprendiera que no basta con ser bien portada para que el mundo te acepte. Muchos sinsabores tuve pasar para darme cuenta de que no es mi culpa si no soy bienvenida en todos lados, el mundo y la vida son así. Bien lo dice el dicho: "No somos monedita de oro para caerle bien a todos".


Sé que esto es una tontería porque, ¿quién diablos en este mundo vive deseando ser querido por todos a su alrededor?


"Meet that fool."



Para mí, tener la aceptación de la gente es importante porque habla de que he hecho un buen trabajo en la vida; en cierto sentido minimiza mis defectos y me hace sentir mejor conmigo misma.


Si hubiera tenido hermanos, tal vez hubiera aprendido desde pequeña que el cariño, la aceptación, el respeto y muchas otras cosas no necesariamente se reciben por méritos; existe una opinión y una forma de ser y de pensar del otro lado que definen qué te dan (si te dan) y en qué medida, y que no necesitas que el mundo te quiera o acepte porque lo que vales no está definido por el número de personas que te quieren.


He luchado mucho por quitarme de encima la tristeza que me invade cuando siento que la gente no me quiere o no me acepta. La cabeza sabe bien que eso no es importante, pero el corazón se empeña en llorar por el cariño no recibido.


Eso sí, nunca me quedo donde no soy bien recibida y eso es algo que tiene que cambiar.


¿Por qué? Porque la única persona que define quien soy, soy yo misma. Retirarse es aceptar que son otros los que dictan quién soy y cómo me muevo. Eso eventualmente te lleva al resentimiento y bueno, ese es un sentimiento que deberíamos combatir porque corroe el alma.



Terminas por no quererte porque te crees estúpida, porque seguramente por eso la gente te da la espalda (incluso aquella que alguna vez te dijo que te quería) o te ignora y al final sólo puedes "ver Moros con tranchete".



¿Qué se siente que te valga madre lo que el mundo piense de ti? Bueno, eso es algo que estoy por averiguar.



Nunca es tarde para hacer las cosas por las razones correctas.

lunes, 28 de diciembre de 2009

A punto

Estoy a unas horas de subirme a un avión rumbo a Europa. Hay mucho dentro pero poca claridad para expresarlo. En general temo a los aviones (nunca tanto como para uno subirme a uno) así que no empezaré a disfrutar del viaje hasta que esté finalmente en Florencia y pise de nuevo tierra firme.
No ha sido fácil, la decisión de viajar no la tomé yo pero mi marido me ha visto tan estresada a últimas fechas que decidió que era un buen momento para alejarme de todo y despejar mi atribulada mente por unos días. Tiempo, distancia, frío y escenarios nuevos es una mezcla que ayuda a la mayoría; espero sinceramente que funcione conmigo.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Que alguien me despierte cuando diciembre termine

Una vez más llegó diciembre, en medio de una especie de embrujo de tiempo que nos hace percibir que un año transcurre en un par de semanas. Ya he dicho antes que para mí las luces, los árboles adornados y todos los etcéteras que adornan el mundo occidental (o por lo menos su hemisferio norte) no hacen más que provocarme una especie de mini depresión, y éste que transcurre no podía ser la excepción.

A lo largo de mi vida (desde que abandoné la niñez) los diciembres me han significado todo menos fiesta: a los once años me pegó la varicela y pasé gran parte de las posadas, y la Noche Buena misma, obligada a una cuarentena con toda la soledad y aislamiento que eso supone; a los quince tuve el doloroso deseo incumplido de recorrer el típico tianguis navideño de la Industrial (si remotamente alguien, que tenga o haya tenido que ver con la zona de la Basílica de Guadalupe, lee esta loquera, sabrá de lo que hablo) con un amorcito frustrado de juventud; a los dieciocho una amiga "aderezó" mi cena de Navidad con la noticia de que mi reciente ex novio había vuelto con la niña con la que tronó para andar conmigo durante seis meses; a los diecinueve, veinte y veintiuno me pasé toda la temporada navideña luchando con el fantasma de carne y hueso de ese mismo ex por todo el Puerto de Veracruz; a los veinticuatro comenzó el viacrucis (finalizado a mis treinta y tres) de las hospitalizaciones anuales recurrentes, sino de mi hijo, de mi hija, bien por neumonía, bien por bronquiolitis, bien por rotavirus, bien por apendicitis pero siempre en los últimos días de Diciembre; en ese mismo período la soledad era nuestra constante como familia, muchas noches de Navidad y Año nuevo la pasamos los cuatro solos, lejos del resto del clan a causa de la distancia y de que el trabajo de entonces no nos permitía el tiempo suficiente para trasladarnos a los lugares de reunión familiar; a mis treinta y cuatro, mi hija recién operada de mastoidectomía tuvo una complicación infecciosa y cada uno de los últimos días de diciembre lo pasamos inmersos en la angustia de las dolorosas curaciones y de la incertidumbre sobre si servirían de algo o si sería necesaria una nueva cirugía. El fin de año de mis treinta y cinco me dio una tregua pero éste que transcurre me ha mostrado su feo rostro desde su mismo comienzo, así que a pesar de mis intentos no logro contagiarme del espíritu festivo, por el contrario, quisiera dormir ahora mismo y, como dice la canción de Green Day, que alguien me despierte cuando diciembre termine (sí ya sé que la rola dice "septiembre", pero permítanme el beneficio de la "licencia literiaria").

jueves, 10 de diciembre de 2009

La luz al final del túnel

Llevo varias semanas caminando en un túnel oscuro. He tropezado varias veces y la mayoría de ellas he sentido que no me queda fuerza para levantarme. Los viernes son los días más crueles, por lo tanto caer en viernes es lo más común. En más de una ocasión he estado a punto de rendirme y quedarme recostada boca abajo, en el fango, sin mover una pestaña, inmersa en el silencio oscuro y deprimente que parece llenarlo todo junto con el fango frío que me cubre. Me sorprende no haber sido capaz de permitírmelo ni siquiera una vez, me impresiona voltear hacia atrás y ver que esa mujercilla ojerosa y débil no se ha rendido, y no se ha permitido a sí misma la comodidad de la derrota. Me miro y me desconozco: fuerte, optimista, entrona, sonriente a pesar de que a veces parece que voy perdiendo la batalla contra esta crisis maloliente que ha llevado a la tumba a más de tres competidores directos. Me miro y siento en la cara el orgullo de mujer y de madre capaz de regresar a casa con una buena actitud a pesar de haber tenido un día de perros, para mostrarle a mis hijos cómo se enfrenta la vida con toda su problemática. Ese ha sido mi motor, la esperanza de enseñarles con mi ejemplo de vida que no hay problema en el mundo capaz de quitarle las agallas a su madre. En medio del fango he visto sus caritas y eso me ha dado la fuerza para levantar los hombros y volver a caminar hacia el final del túnel, porque todos, por largos que sean, tienen un final. La lucecilla ha aparecido esta semana, cada día se hace más grande y me alumbra mejor el camino. Faltan pocos días para que al fin pueda quitar de mis hombros el peso de este año que ha resultado de pesadilla en el aspecto económico. Falta poco para llegar al final que no será más que un nuevo principio, pero con la certeza de que si este año no me mató, no creo que nada pueda hacerlo ahora.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Hasta aquí

A veces me enfada lo cursi que puedo llegar a ser cuando me dejo llevar por ese estúpido estado de arrobamiento del corazón. Uno de mis propósitos de vida, para lo que me resta de la misma, es ser mucho más práctica, dejar el pasado en el lugar que le corresponde y parar de dolerme por cosas que sucedieron hace años. La esclavitud no es permisible ni siquiera cuando es uno mismo quien se la ejerce. El que se fue, se fue; el que no amó, no amó; el que decepcionó, decepcionó; el que se va sin decir adiós es porque así lo quiere; la amiga de antes que no quiere serlo más sus motivos tendrá. ¿Y? ¿Qué gano con sufrir y desgarrarme? ¿No me convierto acaso en la más grande estúpida al hacerlo?
¡Basta! ¡No más! Hasta aquí.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Un hijo y una hija

Un varón era mi sueño mucho antes de ser madre; imaginaba un chaparrito con amplia botija y cachetes apachurrables, vestido de futbolista e inseparable de un balón con el que destrozaría todos los adornos de cristal cortado y demás artilugios propios de las mesas de centro. Sin embargo la vida me regaló primero una nena. No fue fácil aceptarlo de inicio, la imagen del varoncito había estado demasiado tiempo en mi mente abyecta de pre-madre, pero eso pasó pronto y antes de un par de semanas la idea de una compañerita de vida me había seducido. Comencé a imaginar todas las cosas que podríamos compartir bajo nuestra condición de mujeres: las idas de compras, las historias cursis, los "tacos de ojo", las películas de princesas y demás. Ger llegó dos años después a mostrarme el mundo masculino. Una vez más debí pasar por un proceso de adaptación, ¡los niños son tan diferentes de las niñas!
El punto es compartir mi felicidad por haber sido bendecida con un hijo y una hija, por poder disfrutar de cada uno de esos mundos tan distintos.
Ana tiene hoy doce años y ha resultado una extraordinaria compañera de camino, compartimos cientos de cosas, hemos llorado y reído juntas, ir de compras con ella es genial aunque tal vez lo que más disfrutamos es las idas a Coyoacán con su chachareo y ese dilatado espulgar de librerías, con sus quesadillas y gorditas de papa del mercado y el churro relleno de lechera con el que siempre rematamos. ¡Ah! Y el ritual del crujito sagrado que consiste en asistir a las exposiciones temporales del Museo de Antropología e Historia y a la salida comprar una bolsa de crujitos y comerla despacito sentadas en algún punto de Reforma mientras vemos la vida pasar y hablamos de lo que sea.
Ger tiene hoy nueve años y es un niño inquietísimo y adorable, el terror de las maestras de su escuela y el gallo de su profe de Tae; es un chavito con una energía inagotable y un corazón gigante. Cada noche compartimos unos minutos antes de dormir, igual contamos historias que me formula preguntas dignas de las más profunda reflexiones, a veces corremos juntos y siempre se burla de mi precaria condición física pero corre más despacio para que podamos ir juntos todo el recorrido, le encanta bailar conmigo (todavía, y como no sé cuánto durará, lo estoy disfrutando a tope) y darme vueltas hasta que me mareo. Adoro ir con él al fut y ver cómo da todo de sí en cada entrenamiento, cómo enfrenta sus miedos sin reparos y cómo sonríe también con los ojos.
Estoy convencida de que si no hubiera tenido una y uno, lo habría necesitado aún sin saberlo; así que al tener conciencia de mi fortuna la disfruto intensamente a cada minuto.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

El frío y yo


Por muchos años viví sintiendo un profundo temor al frío, seguramente porque muchos inviernos en mi vida estuvieron enmarcados por cuadros severos de enfermedades respiratorias.

Nací un día de agosto y cuando mi papá fue por mí al hospital, me llevó envuelta en cientos de cobijas y por si eso le hubiera parecido poco, le pidió al taxista que lo trasladó a casa, que por favor subiera los vidrios de su coche porque llevaba a su niña recién nacida y prematura.

Mis papás, como buenos primerizos nunca dejaron ni que me diera el aire, mucho menos que caminara descalza o me mojara en la lluvia, y durante los inviernos, llevaba dos mochilas a la escuela, una para mis útiles y otra para el suéter, la bufanda, los guantes, el gorro y la chamarra, y no, Guadalajara nunca ha sido tan helada como para tanto trapo.

Recuerdo haber pasado algunas Navidades en Agua Prieta, Sonora y en Ensenada, Baja California (ahí sí hace frío de a de veras), pero no recuerdo el haber convivido con mis tíos ni primos, recuerdo haber estado con tos, afónica y tomando jarabes, pastillas y en el peor de los casos, siendo víctima de la jeringa.

Es triste que todas las buenas intenciones de mis papás por evitarme riesgos de algunas enfermedades, hayan derivado en cuadros que tal vez fueron peores que los que hubiera tenido en circunstancias normales.

Desde hace algunos años (quizá desde que me casé hace 10), me he dado permiso de disfrutar el frío y no siempre he terminado mal.

Mi recuerdo más reciente es haber caminado por el bosque en Mazamitla sintiendo en mi cuerpo esa humedad llena de olor a pino para después ir a refugiarme al calor del fuego en mi cabañita.

Es curioso pero la vida en general es así... hay que aprender a disfrutar el frío para que cuando te llegue el calor de un fuego o el de un abrazo, te llenes de esa maravillosa sensación que significa estar vivo.