lunes, 23 de abril de 2012

Rocío...

Cuando era niña odiaba mi nombre. Las niñas del pueblo se llamaban Juana, María, Enriqueta, Gabriela, Silvia, Rosa, Josefina. Anabel era algo extraño, algo distinto, algo que sonaba como a caricatura, como a Sandybell o algo por el estilo. Anabel no estaba en el calendario de Galván que mi abuelita compraba religiosamente cada enero, en ese librito estaban escritos todos los nombres del santoral; así, cada niño que nacía debía llevar el nombre del santo que se festejaba ese día. Un año sí y otro también lo leía completo con la esperanza de que ocurriera una especie de milagro y de pronto mi nombre apareciera en alguna de sus páginas, otorgándome además de la sensación de que mi nombre no había salido de una caricatura, la bendición de tener "un día de mi santo". Todos tenían uno menos yo.
Mis papás me contaban que antes de decidir ponerme Anabel, les gustaba el nombre de Rocío. Rocío Cerón Cortés, repetía en un cuaderno viejo en el que jugaba a hacer planas (como en la escuela) con ese nombre que se festejaba el once de abril.
Los años me regalaron la reconciliación con mi nombre, no sin una buena dosis de frustración a lo largo del camino, sobre todo en la adolescencia. La adultez me enseñó que tener un nombre poco común no es tan malo como siempre creí, y que muchas más personas en el mundo se llaman Anabel además de mí, como siempre dudé. He tenido la oportunidad de conocer a varias tocayas, mujeres extraordinarias y bellas que llevan nuestro nombre con gran porte y dignidad. Hoy sé que Anabel proviene de Anna y Bella, del hebreo y del latín que fusionados consiguen un hermoso significado "La bella llena de gracia", o algo así.
Curiosamente hoy me volví a encontrar con Rocío, con Rocío Cerón. Con una Rocío Cerón escritora, poeta, artista. Con una Rocío Cerón que hace lo que, tarde descubrí, me habría gustado hacer. Me ha resultado dolorosa la coincidencia. Dice mi hermana Vianey que el universo es sabio, que pone a cada quien en el lugar que le corresponde. Tal vez tenga razón y por eso no me llamé Rocío. Tal vez dos Rocíos escritoras, poetizas y artistas habrían sido demasiadas. Tal vez por eso me llamé Anabel, porque no sería ni una ni la otra ni la otra, ni Rocío ni escritora ni poetiza ni artista.

domingo, 8 de abril de 2012

El camino andado

Vuelvo la mirada hacia atrás, hacia el camino andado. Poco más de un año ha pasado desde que abrí los ojos y me hice consciente de mi propia existencia, de mi sitio en el mundo, de lo que puedo y no cambiar, de los costales de culpa que he cargado desde que di el primer paso de mi andar por esta vida que, a pesar de contar con treinta y ocho años en su haber, comienza apenas a ser mía.
Vuelvo los ojos y miro, los cadáveres de mi ceguera, los restos de mi me-considero-tan-poquita-cosa, la sombre de mi no-digo-lo-que-siento-y-pienso. Miro a mi yo-niña bastante recuperada, "mejorcita" como diría mi abuela materna; sonríe un poco y no puedo hacer menos que devolverle la sonrisa. Miro a mi yo-adolescente y por primera vez no es dolor y vergüenza lo que me acomete, se siente bien ese hálito de auto aprecio que le sale de los ojos, esa nueva mirada que se dirige a sí misma en el espejo que sostiene con su mano derecha. Varias de sus heridas han cerrado, ahora sí, de forma definitiva; otras siguen en proceso, pero ese proceso ha dejado de ser doloroso. Los amores truncos ya no duelen, ni los amigos que no quisieron quedarse.
No puedo hablar de una existencia de pura luz. Quedan sombras. Muchas. Quedan miedos y dolores y reproches y cientos de pequeños mounstros que seguirán al acecho, pero la vida también se compone de eso, y trato de enfrentarlos, he dejado de darles la vuelta. Supongo que es lo que seguiré haciedo cada uno de los días que me quedan. No puedo presumir de un optimismo a ultranza ni de falta de días nublandos. No puedo decir que no hay días en los que grito PORCA MISERIA más de la cuenta. No puedo decir que he aprendido a poner la otra mejilla. Pero sigo en el intento de encontrarme, de soltar lo que me duele, de procurarme una vida en la que la constante sean mis propias decisiones y el asumir las consecuencias, buenas o malas. Sigo en el intento de ejercer ese poder recién descubierto de decidir cómo quiero que me afecte lo que sucede afuera. Sigo aprendiendo.
Vuelvo los ojos de nuevo a mis pasos, hoy venturosamente más confiados.