jueves, 5 de diciembre de 2013

Óleo de mujer con sombrero

Prefiero la duda a la certeza, dijo alguien alguna vez en algún lugar, y tenía razón.
 

El miedo y yo

Llueve. Es jueves y llueve.
Noviembre se vino encima del mundo con toda su nostalgia.
Edson Lechuga



Otoño.
1973.
Noviembre.
Jueves.
Nueve.
Afuera llueve.
Mi  madre  es  una  venada  de  ojos  limpios, tristes y asustados. No sabe exactamente qué sucede. Nadie  le  dijo  nunca  cómo  se hacían  los  hijos  ni  cómo  se  parían.  Llegó  ayer  al hospital  del  IMSS  de  Gabriel  Mancera a causa de algunas molestias relacionadas con lo avanzado  de  su  embarazo.  Después  de  la  revisión  le  dijeron que debía quedarse, quedarse sola, sin mi padre y su consuelo, sin la maleta que afanosamente preparó hace unos días, sin nada, sólo conmigo en su vientre, con todo el peso de su ignorancia, de su fragilidad, de su inocencia. Desconoce lo que está pasando, sólo sabe que algo le duele allá abajo, entre las piernas, en la boca del estómago, en la base de su espalda, y que ese dolor se le va regando por las venas y los nervios y los tendones y los huesos y los músculos al resto del cuerpo hasta llegar a cada una de sus células, y que ese dolor es tan intenso, tan sin principio ni fin, que quiere gritar pero la intención de ese grito se le hace polvo en la garganta al recordar las continuas y severas enseñanzas de mi abuela. Las señoritas decentes no se ríen. Las señoritas decentes no estornudan ni tosen ni se echan pedos, mucho menos gritan. Nunca.
Jamás.
Así que mi madre se contiene, aprieta los puños y las quijadas y los dientes y los ojos; y reza… padre nuestro que estás en los cielos… Dios te salve reina y madre de misericordia… a ti llamamos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas…
Entre contracción y contracción la hacen caminar por un pasillo frío, largo y mal iluminado. Está descalza, sus piernas y pies se han hinchado tanto que los zapatos con los que llegó ya no le quedan. Soporta como puede la humillación de andar por ese pasillo con lo poco que le cubre la austera y desgastada bata de hospital sobre su cuerpo desnudo de parturienta. Ella, tan pudorosa, tan pudibunda como mi abuela fue capaz de enseñarle, debe pasear su descalcez y su desnudez para que yo pueda nacer.
No sabe qué le duele más, si las contracciones cíclicas de ese útero terco que le hace un daño casi insoportable cada cinco minutos, o la soledad y el desamparo que siente recorrerle la espina dorsal de cabo a rabo. Nunca ha sido capaz de estar sola, sus miedos son grandes y muchos de ellos, monstruosos, pero el peor de todos es el de sentirse abandonada, sola en un ambiente ajeno.
Siempre pensó que cuando pariera, moriría.
Una noche cuando tenía nueve años se atrevió a recorrer la sábana que hacía las veces de cortina que separaba la cama en la que ella dormía de la que, en ese justo momento, mi abuela daba a luz a mi tía La Chata. Sus ojos de niña quedaron irremediablemente marcados por la violencia de la escena. Mi abuela abierta de piernas sin nada que la cubriera, la sangre saliendo de su vagina expuesta, la cabecita de mi tía La Chata asomándose desde ahí a la noche que la recibía, la partera susurrando “puje, Lupita, puje” y Lupita pujando, con la frente llena de diminutas perlas de sudor y el rictus de dolor atravesándole el rostro al rojo vivo, pero en silencio. Como siempre. Desde siempre. Hasta siempre. Como si el silencio fuera el único sonido posible en su universo.
Aterrada, mi madre volvió a su cama, convencida de que se quedaría huérfana, de que Lupita, su madre, mi abuela, estaba muriendo. ¿Qué otra cosa podría significar el horror que acababa de presenciar si no  la muerte misma? Hundida en su cobija de lana esperaba, conteniendo el aliento, el momento final de su madre, hasta que en algún momento, nunca supo cuánto tiempo después, el angustioso silencio fue roto por el potente grito de mi tía La Chata anunciando su llegada al mundo. Al escuchar el llanto inconfundible de un recién nacido, de una recién nacida, mi madre salió lentamente de su escondite, las lágrimas humedecían sus ojos y mejillas. Vio a la partera sostener a la bebé en sus brazos y a las comadres solícitas que habían acudido al llamado ineludible del parto de una de las suyas, afanosas en recoger el regadero de sábanas manchadas de sangre y palanganas llenas de agua caliente, fluidos y trozos de placenta. Las piernas de Lupita ya estaban cerradas y convenientemente cubiertas, su mirada había vuelto a ser la misma, y lo más importante, respiraba, estaba viva. El alivio le llegó de golpe, la llenó de euforia y le dio la fuerza necesaria para salir violentamente de la cama y correr hacia su madre, aun a sabiendas de que ello sería una desobediencia. Necesitaba abrazarla con fuerza, pegar su oreja a aquel pecho tibio para escuchar el latido de ese corazón que conocía tan poco y anhelaba tanto. Necesitaba agradecerle a “Dios nuestro Señor” el milagro de que su madre no hubiera muerto después de semejante tortura. Necesitaba consolarla y ser consolada.
—¡Niña condenada! ¿Qué crees que haces? —rugió mi abuela en cuanto notó su presencia. —Te dije que por ningún motivo debías asomar la cabeza— le espetó con ese característico tono autoritario que, la niña bien sabía, no admitía cuestionamiento alguno. Los ojos de Lupita centelleaban de un pudor convenientemente disfrazado de cólera. El golpe devastador de aquel grito la hizo detenerse en seco, le llenó el corazón de agua y la boca de un “perdone usted, mamita” que fue saliendo deshilachado de sus labios mientras agachaba la cabeza, se daba la vuelta, regresaba a paso lento hacia su cama, su corazón aliviado y roto a la vez, sus ojos volviéndosele de venada.
Cuánto dolor entonces y ahora, cuánto miedo, cuánta soledad.
El pasillo parece más largo, frío y oscuro cada vez. Las contracciones son cada vez más intensas.
Piensa en mi padre, en esa última mirada que cruzaron, en ese último abrazo mojado con sus lágrimas de miedo, en la indiferencia del enfermero que la sentó casi por la fuerza en la silla de ruedas y los separó lentamente mientras la conducía hacia la zona de ginecología del hospital, sin misericordia, sin imaginar siquiera que el pánico se le movía en las entrañas junto con la criatura que empezaba su lucha por nacer.
Empieza a hiperventilarse.
Alguien ayúdeme, acompáñeme, abráceme, ruega en silencio. La respuesta a sus ruegos nunca llega.
La imagen de su madre pariendo a La Chata la tortura. Se visualiza a sí misma con las piernas abiertas y todos esos médicos extraños mirándola, auscultándola y otra vez, sí otra vez, siente miedo.
¿Y si me muero?, piensa y por primera vez la idea de dejarse morir, así nomás, simple y llanamente, deja de ser opción. Esta vez no hay escondite posible, esta vez no sólo se trata de ella, esta vez alguien depende de su fuerza y valentía, alguien pequeño, indefenso y profundamente amado.
El momento de parir llega. La llevan a la sala de expulsión. No le queda otra más que abrir las piernas, pujar y tragarse el puto miedo.
Minutos después nacemos. El miedo y yo. Nos envuelven en una sabanita gris y nos ponen en su pecho.

Los ojos de venada de mi madre sonríen por primera vez en años.