Llueve. Es jueves y llueve.
Noviembre se vino encima del mundo con
toda su nostalgia.
Edson Lechuga
Otoño.
1973.
Noviembre.
Jueves.
Nueve.
Afuera llueve.
Mi madre es una venada de
ojos limpios, tristes y asustados. No sabe
exactamente qué sucede. Nadie le dijo nunca
cómo se hacían los hijos ni cómo
se parían. Llegó ayer
al hospital del IMSS de
Gabriel Mancera a causa de algunas molestias
relacionadas con lo avanzado de su embarazo. Después de la revisión le dijeron
que debía quedarse, quedarse sola, sin mi padre y su consuelo, sin la maleta
que afanosamente preparó hace unos días, sin nada, sólo conmigo en su vientre,
con todo el peso de su ignorancia, de su fragilidad, de su inocencia. Desconoce
lo que está pasando, sólo sabe que algo le duele allá abajo, entre las piernas,
en la boca del estómago, en la base de su espalda, y que ese dolor se le va
regando por las venas y los nervios y los tendones y los huesos y los músculos
al resto del cuerpo hasta llegar a cada una de sus células, y que ese dolor es
tan intenso, tan sin principio ni fin, que quiere gritar pero la intención de
ese grito se le hace polvo en la garganta al recordar las continuas y severas
enseñanzas de mi abuela. Las señoritas decentes no se ríen. Las señoritas
decentes no estornudan ni tosen ni se echan pedos, mucho menos gritan. Nunca.
Jamás.
Así que mi madre se contiene, aprieta los puños y las
quijadas y los dientes y los ojos; y reza… padre nuestro que estás en los
cielos… Dios te salve reina y madre de misericordia… a ti llamamos gimiendo y
llorando en este valle de lágrimas…
Entre contracción y contracción la hacen caminar por
un pasillo frío, largo y mal iluminado. Está descalza, sus piernas y pies se
han hinchado tanto que los zapatos con los que llegó ya no le quedan. Soporta
como puede la humillación de andar por ese pasillo con lo poco que le cubre la
austera y desgastada bata de hospital sobre su cuerpo desnudo de parturienta.
Ella, tan pudorosa, tan pudibunda como mi abuela fue capaz de enseñarle, debe
pasear su descalcez y su desnudez para que yo pueda nacer.
No sabe qué le duele más, si las contracciones
cíclicas de ese útero terco que le hace un daño casi insoportable cada cinco
minutos, o la soledad y el desamparo que siente recorrerle la espina dorsal de
cabo a rabo. Nunca ha sido capaz de estar sola, sus miedos son grandes y muchos
de ellos, monstruosos, pero el peor de todos es el de sentirse abandonada, sola
en un ambiente ajeno.
Siempre pensó que cuando pariera, moriría.
Una noche cuando tenía nueve años se atrevió a
recorrer la sábana que hacía las veces de cortina que separaba la cama en la
que ella dormía de la que, en ese justo momento, mi abuela daba a luz a mi tía
La Chata. Sus ojos de niña quedaron irremediablemente marcados por la violencia
de la escena. Mi abuela abierta de piernas sin nada que la cubriera, la sangre
saliendo de su vagina expuesta, la cabecita de mi tía La Chata asomándose desde
ahí a la noche que la recibía, la partera susurrando “puje, Lupita, puje” y
Lupita pujando, con la frente llena de diminutas perlas de sudor y el rictus de
dolor atravesándole el rostro al rojo vivo, pero en silencio. Como siempre.
Desde siempre. Hasta siempre. Como si el silencio fuera el único sonido posible
en su universo.
Aterrada, mi madre volvió a su cama, convencida de
que se quedaría huérfana, de que Lupita, su madre, mi abuela, estaba muriendo.
¿Qué otra cosa podría significar el horror que acababa de presenciar si no la muerte misma? Hundida en su cobija de lana
esperaba, conteniendo el aliento, el momento final de su madre, hasta que en
algún momento, nunca supo cuánto tiempo después, el angustioso silencio fue
roto por el potente grito de mi tía La Chata anunciando su llegada al mundo. Al
escuchar el llanto inconfundible de un recién nacido, de una recién nacida, mi
madre salió lentamente de su escondite, las lágrimas humedecían sus ojos y
mejillas. Vio a la partera sostener a la bebé en sus brazos y a las comadres
solícitas que habían acudido al llamado ineludible del parto de una de las
suyas, afanosas en recoger el regadero de sábanas manchadas de sangre y
palanganas llenas de agua caliente, fluidos y trozos de placenta. Las piernas
de Lupita ya estaban cerradas y convenientemente cubiertas, su mirada había
vuelto a ser la misma, y lo más importante, respiraba, estaba viva. El alivio
le llegó de golpe, la llenó de euforia y le dio la fuerza necesaria para salir
violentamente de la cama y correr hacia su madre, aun a sabiendas de que ello
sería una desobediencia. Necesitaba abrazarla con fuerza, pegar su oreja a
aquel pecho tibio para escuchar el latido de ese corazón que conocía tan poco y
anhelaba tanto. Necesitaba agradecerle a “Dios nuestro Señor” el milagro de que
su madre no hubiera muerto después de semejante tortura. Necesitaba consolarla
y ser consolada.
—¡Niña condenada! ¿Qué crees que haces? —rugió mi
abuela en cuanto notó su presencia. —Te dije que por ningún motivo debías
asomar la cabeza— le espetó con ese característico tono autoritario que, la
niña bien sabía, no admitía cuestionamiento alguno. Los ojos de Lupita
centelleaban de un pudor convenientemente disfrazado de cólera. El golpe
devastador de aquel grito la hizo detenerse en seco, le llenó el corazón de
agua y la boca de un “perdone usted, mamita” que fue saliendo deshilachado de
sus labios mientras agachaba la cabeza, se daba la vuelta, regresaba a paso
lento hacia su cama, su corazón aliviado y roto a la vez, sus ojos
volviéndosele de venada.
Cuánto dolor entonces y ahora, cuánto miedo, cuánta
soledad.
El pasillo parece más largo, frío y oscuro cada vez. Las
contracciones son cada vez más intensas.
Piensa en mi padre, en esa última mirada que cruzaron,
en ese último abrazo mojado con sus lágrimas de miedo, en la indiferencia del
enfermero que la sentó casi por la fuerza en la silla de ruedas y los separó
lentamente mientras la conducía hacia la zona de ginecología del hospital, sin
misericordia, sin imaginar siquiera que el pánico se le movía en las entrañas
junto con la criatura que empezaba su lucha por nacer.
Empieza a hiperventilarse.
Alguien ayúdeme, acompáñeme, abráceme, ruega en
silencio. La respuesta a sus ruegos nunca llega.
La imagen de su madre pariendo a La Chata la tortura.
Se visualiza a sí misma con las piernas abiertas y todos esos médicos extraños
mirándola, auscultándola y otra vez, sí otra vez, siente miedo.
¿Y si me muero?, piensa y por primera vez la idea de
dejarse morir, así nomás, simple y llanamente, deja de ser opción. Esta vez no
hay escondite posible, esta vez no sólo se trata de ella, esta vez alguien depende
de su fuerza y valentía, alguien pequeño, indefenso y profundamente amado.
El momento de parir llega. La llevan a la sala de
expulsión. No le queda otra más que abrir las piernas, pujar y tragarse el puto
miedo.
Minutos después nacemos. El miedo y yo. Nos envuelven
en una sabanita gris y nos ponen en su pecho.
Los ojos de venada de mi madre sonríen por primera
vez en años.
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