Dicen por ahí que duele crecer. Personalmente puedo dar fe de ello porque mi proceso de niña a adulta fue bastante oscuro y complejo, con largas rachas de soledad, desconsuelo, desamor e incertidumbre. Felizmente a fin de cuentas sobreviví y he logrado comprender que puedo hacer mucho ahora mismo para sanar aquellas heridas que sigan abiertas.
Pero la cosa se pone más fea cuando lo que duele no es el crecimiento propio sino el de los hijos. ¡Ah cabrón! Ese cuesta más caro, implica otras cosas (entre ellas precisamente esas heridas abiertas en tu propio crecimiento y que tanto cuesta que dejen de supurar), entran a jugar los demonios del miedo, de la propia comodidad, del egoísmo, de la culpa, de las carencias y cientos de factores que se cuelan en la ecuación para volverla indecifrable a momentos. Considero al miedo como la variable a despejar, porque te puede paralizar si lo dejas; y es que los hijos son tu máximo logro, tu mayor orgullo, tu sonrisa más franca, tu más grande amor, pero también tu mayor debilidad, el eslabón más frágil entre tu felicidad y tu tragedia.
En aras del miedo, los padres cometemos muchas tonterías. Cortamos alas, cerramos caminos, anclamos barcos. Cada día lucho contra el mío, trato de encerrarlo, de mantenerlo a raya, lejos de mis hijos y su inevitable y pronta salida a un mundo que se pudre por minuto. Me aterran los peligros, la gente mala, los crímenes, los secuestros, lo que escuchamos cada noche en los noticieros; pero al mismo tiempo los quiero libres, dueños de sí mismos, viviendo sus propios sueños, cantando su propia canción... bailando. Entiendo que desde fuera puede parecer fácil. Es más, podría perecer que ni siquiera hay disyuntiva. La libertad debe imperar ante todo. El problema es cuando el que está adentro es habitáculo del miedo, cuando lo ha sido siempre. Eso lo complica todo.
Dicen que nadie te enseña a ser padre. Yo creo que sí hay quien y son ellos mismos. Si no fuera por ellos hoy no estaría yo aquí y allá y más allá, anteayer y ayer y hoy y mañana, intentando superar mis miedos para levantarles el ancla, desplegar sus velas y decirles adiós agitando mi mano con una sonrisa desde el muelle.
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