Dicen que los terribles dos
desaparecen en el minuto en el que el niño cumple tres y creo que es muy
cierto. Al menos a mí me tocó vivirlo con mis hijos, aunque debo decir que en
realidad no fueron tan terribles porque los dos siempre han sido muy tranquilos
y en general de buen carácter.
Yo acabo de cumplir cuarenta y
aunque el cambio no se dio de un día para otro, sí puedo decir que he entrado a
la edad del aprecio.
Aprecio mi vida porque ha sido
privilegiada. Nací en una buena familia y fui educada por dos buenas personas
que hicieron todo cuanto estuvo en sus manos por hacerme una persona de
bien. No conocí el hambre y tampoco viví
el miedo de no tener un techo que me cobijara. Si bien, para una niña o jovencita nunca es
suficiente, puedo decir que en realidad nada me faltó. Mis padres me quisieron
y siempre me trataron con amor y sobre todo con respeto.
Tuve con ellos muchas
diferencias, no lo niego, pero agradezco que mi temor de la infancia de
quedarme sin padres nunca se hiciera realidad.
Aceptar la transición de mi madre
no fue fácil y puedo decir sin temor a equivocarme que ésa fue una de las
épocas más difíciles y dolorosas de mi vida, pero aquí estoy, entendiendo que
esto es parte de la vida, que eventualmente todos iremos por el mismo camino y
que tal vez todavía tenga que vivir la transición de mi padre y la de otros
seres amados.
¿Por qué considero mis cuarenta
la edad del aprecio?
Porque aunque pasé mis treinta
sintiéndome afortunada por tener la vida que tenía, me queda claro que no supe
que apreciarme a mí misma, era parte importante del proceso y que eso era lo
que me faltaba para sentirme realmente plena.
Crecí con la creencia de que por
ser hija única, en mi naturaleza estaba intrínseco el gen egoísta y que eso me
hacía, si no una mala persona, una no muy buena, una no muy digna del aire que
respira.
Hace diez años aprendí a apreciar
mi vida con todas sus altas y sus bajas y hoy también aprecio las decisiones,
benéficas o perjudiciales, que he tomado a lo largo del camino, entendiendo que
he hecho lo mejor que he podido y con la mejor de las intenciones, porque
aunque a veces sienta muchas ganas de hacerle daño a alguien por alguna razón,
nunca en la vida me he atrevido a pasar del sentimiento momentáneo o no tan
momentáneo, a la acción de hacer daño. Hoy me acepto como soy y estoy en el
proceso de no competir con nadie en ningún sentido. Estoy soltando la necesidad
de tener la razón y me estoy moviendo en función de lo que quiero, de lo que
creo que es correcto para mí y no en función de si a los demás les gustará o no,
si me apreciarán o no, o si me aprobarán o no. Antes de ver el punto negro en
la hoja blanca, ahora agradezco la blancura del lienzo donde puedo pintar con
los colores que yo quiera y aprecio que el punto negro exista porque
seguramente a partir de ahí, trazaré una línea que me ayudará a complementar mi
obra de arte. No soy mejor ni peor que otros, simplemente soy diferente y está
bien que así sea. Camino por el sendero en donde antes de criticar por qué el
paisaje es como es, primero pienso que debe tener una buena razón, aunque no me
guste. En pocas palabras, le he dado
rienda suelta a mi gen egoísta y no me siento ni mal ni culpable por ello
porque he entendido que para dar lo mejor de mí, primero tiene que pasar todo
lo anterior.
No puedo decir que ahora todo lo
veo con ojos que nada más miran las bendiciones a mi alrededor, pero sí puedo
seguir diciendo que me siento afortunada de llegar a los años que tengo, con la
experiencia y sobre todo con los principios y valores que supe traerme de casa
de mis papás.
Tengo cuarenta años y creo que ya
voy entendiendo de qué se trata mi vida y la importancia que tiene estar en el
aquí y en el ahora, apreciando la maravillosa experiencia de ver el mundo con
estos ojos.
Hoy, después de cuatro décadas,
empiezo a sentirme libre y me gusta.
Gracias por leer.
Un abrazo con aprecio:
Anabell