Después de un momento de locura y desesperación ante lo que parece no tener solución, puedes experimentar una profunda depresión.
Caer en la depresión es la cosa más sencilla que existe, salir de ella es lo complicado porque automáticamente todo (o la gran mayoría de las cosas que te rodean) pierden sentido.
Se tiene al marido, a los hijos, a la familia y a los amigos es verdad, pero también se tiene un vacío en la boca del estómago que uno no sabe cómo o con qué llenarlo.
Desde que tengo este espacio he desahogado en él muchas de las emociones buenas y malas que he vivido de un tiempo para acá, no en plan de queja, sino en plan de sacar de mi sistema lo que me atormenta o lo que me hace vibrar, con la intención de compartir con otro ser humano (el que está del otro lado del monitor), un poco de mi humanidad con sus carencias, debilidades o cosas buenas.
Esta última mala racha me llevó a alejarme de muchas cosas. “No tengo tiempo”, “no estoy de humor” y “no tengo nada bueno que decir o compartir”, fueron las constantes de esos días.
Pensé que no era la única persona que tiene mil cosas por las cuales preocuparse o sentirse agobiada y que lo que menos necesitaba el mundo era tener que cargar conmigo y mi depresión.
Encontré respuesta a algunas de las interrogantes que minaban mi existencia en los lugares menos esperados. Nunca porque haya salido a buscarlas, siempre porque las circunstancias me pusieron en el momento y en el lugar indicado para recibirlas.
Por primera vez en mi vida me revelé contra Dios y renegué de mi suerte. Por primera vez le dije que si él todo lo podía, por qué no me ayudaba aunque fuera un poco.
Cuestioné en dónde se encontraba la línea que dividía la caridad del egoísmo en su más pura expresión y aprendí que en aras de buscar el equilibrio y la justicia, siempre iba a meter la pata en alguno de estos dos extremos del comportamiento humano.
¿Dónde está la justicia? ¿Dónde está la felicidad?
La justicia no es de este mundo así que no puedo basar la felicidad o la desgracia en la medida en la que la justicia se manifiesta.
Hay que aceptar lo que se tiene enfrente sea merecido o no, y hay que hacer un esfuerzo enorme para romper con el círculo vicioso que te mantiene en la oscuridad porque no es con soledad como se llena el vacío que te deja una mala racha.
Hay que romper paradigmas, no para alcanzar la felicidad ideal porque los problemas nunca desaparecerán; hay que romperlos para crear un estado interior en el que los problemas no sean más que una situación pasajera que se puede sortear con éxito.
Hay que pedir ayuda, no porque necesitemos que los demás nos tengan lástima o nos sepan débiles, sino porque si el ser humano fuera autosuficiente, no habría necesidad de que existiera nadie distinto a Adán.
Porque cuando soy capaz de romper el silencio para propiciar un momento de encuentro, me alimento es verdad, pero también se alimenta el que está del otro lado cuando me tiende la mano, por lo tanto, en ese instante dejo de representar una carga.
Aprendí que hay que abrir la puerta aun cuando eso signifique la posibilidad de salir lastimado por la ingratitud, la injusticia o el desamor.
Fue entonces que entendí por qué Dios ama más el bien de lo que detesta el mal…