Ayer cumplí treinta y seis. A pesar de que ha sido un año difícil y que la fecha llega en un momento en el que mi vida está bajo una intensa presión, puedo decir que estoy plena. Físicamente nunca me había sentido mejor, veo mi rostro en algunas fotografías y me parece que reflejo serenidad, un buen mix de madurez y juventud, y un bienestar que a veces me sorprende encontrar ahí porque no tengo conciencia de sentirlo realmente. Este año resolví cuentas pendientes con el pasado y le he ganado la partida (no sin raspones y madrazos) a la dichosa crisis económica mundial, adquirí mejores hábitos, me enamoré del ejercicio y bajé mi consumo de cigarrillos a un par por reunión social. El balance es positivo, creo, sin embargo el fantasma del tiempo avanzando como un F1 incontenible me ha golpeado el cerebro y la entraña, me ha dejado pensando en la fugacidad de la vida y sintiéndome pequeña ante ello. He llegado hasta aquí sin sentirlo siquiera; en lo que me ha parecido un parpadeo pasé de los quince a los treinta y seis, en un suspiro mi nena pasó de mis brazos a los de la pubertad y mi enano, de usar pañales a jeans entubados y playeras negras con insignias de Metallica. No me quejo de ello, de verdad que no, es sólo que me aterra que los próximos viente años se me vayan igual que los anteriores y que en otro parpadeo me encuentre arañando los sesenta y temblando ante lo inminente de mi propia decadencia, pero sobre todo si en ese momento volteo al pasado y encuentro que he malgastado mis días, mis sonrisas, mis besos y mis abrazos, que no hice nada realmente bueno para mí y los que amo y los que no amo, que mis acciones o pensamientos no trascendieron en el corazón de por lo menos una persona.
Ayer cumplí treinta y seis, y me hice la promesa de costumbre: vivir a tope. Sigo tratando, sigo intentando...
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