Hay despedidas que se llevan en el corazón por siempre. Aquí he vertido alguna de mis más dolorosas. Sin embargo la primera me sucedió a los dieciseis. La he recordado siempre e igualmente siempre me ha dolido.
La mañana del fin de mi etapa preparatoriana fue gris, como gris fui yo en todo su transcurso, como gris fue la generación a la que pertenecí, igual de gris que la ceremonia de clausura y la entrega de certificados en la que participaba. De alguna manera sobriviví a la parafernalia de la toga y el birrete, y mis ojos lograron no hacer agua. Nada me importaba lo que se decía, los diplomas de excelencia entregados, los familiares de los graduados sentados en masa frente a nosotros, sonrientes todos por el logro de sus hijos; nada. Lo único que martillaba en mi cabeza era que ese sería el último día que lo vería.
Lo amé en silencio por dos años y siempre me conformé con la esperanza diaria de verlo de lejos. Estudiaba sus gestos con la misma dedicación con la que leía a Shakespeare, miraba los movimientos de sus manos con la misma pasión con la que resolvía mis ejercicios de álgebra. Me gustaba mirar su cabello negro, amaba ver su andar lento y beberme la estela de su aroma (una mezcla perfecta de loción y cigarrillo), deliraba al escuchar su voz. Así que al finalizar aquella ceremonia mi vida dejaría de tener sentido. No lo vería más. "NUNCA" retumbaba en mi cabeza como la única palabra posible. ¿A qué me dedicaría después si ya no podría verle ni de lejos ni de cerca?, ¿qué interés podía tener la universidad si no me ofrecía la posibilidad de pasar a su lado y temblar ante el "hola" casual que podría regalarme en medio de una sonrisa piadosa?, ¿qué me quedaría después de que ese medio día terminara de asesinarme las esperanzas?
La ceremonia finalizó. No recuerdo bien si me despedí o no de los que fueron mis amigos durante tres años, no sé si hubo algún festejo; sólo recuerdo que salí al estacionamiento y subí al coche que mis padres me habían prestado como premio a mis múltiples diplomas de excelencia académica, y que también era gris. Sólo entonces pude abrir las compuertas y las lágrimas se desbordaron sobre mi rostro adolescente. Todo había terminado y yo ni siquiera me había despedido de él.
¡La vida era tan injusta y triste y dolorosa!
Minutos después le vi aparecer junto con otro amigo, caminaron hacia mi auto, me limpié las lágrimas como pude, nos saludamos, nos despedimos como si cualquier cosa, como si nada, como si al día siguiente la rutina de los últimos tres años de nuestras vidas fuera a repetirse, como si no estuviéramos terminando un ciclo y abriendo otro nuevo y distinto en el que ya no compartiríamos aula ni maestros. Después vino ese momento que he guardado en mi memoria con una nitidez extraordinaria: él alejándose, yo mirando su espalda y su cabello ondulado mientras sus pies avanzaban con esa lentitud tan suya, en una especie de cámara lenta que sólo yo, entre la inundación de mis ojos, era capaz de observar; puso un pie tras otro sin mirar atrás, sin dejar nada para mí. No pude decirle adiós como hubiera querido, no pude abrazarlo una sola vez, no pude gritarle cuánto lo amaba y cuánto iba a extrañar su compañía distante y sus ojos aunque no me miraran y su sonrisa aunque no me sonriera y su voz aunque no me hablara.
Diecinueve años después, la vida o mejor dicho Facebook, nos puso frente a frente de nuevo. Yo sané algunas heridas, él confesó tardíamente lo que no se atrevió en su momento y ambos construímos una especie de amistad con fuertes reminicencias de aquel pasado en el que las mariposas se nos agitaban en el estómago al ver al otro. Los pocos momentos compartidos parecían estar suspendidos en un limbo ligero y perfecto en el que no había silencios incómodos y se podía hablar sin ataduras de cualquier tema, en el que se podía ser un alguien distinto al que caminaba por la calle cada día, un alguien único y libre que sólo podía existir en la compañía del otro.
Vivir en la misma ciudad nos permitió vernos de vez en cuando, la segunda despedida viene como resultado de su cambio de residencia. El amor tocó a su puerta y, como suele suceder con las personas que esperan demasiado, lo hizo de una forma avasallante. En tres meses pasó de ser un soltero empedernido a un loco enamorado capaz de dejarlo todo para seguir al amor de su vida a un pueblo lejano. Me alegró el fin de su soledad, me hizo feliz saberlo feliz, sin embargo no puedo negar que me dolió saber que esos limbos ligeros dejarían de ser posibles para mí, que no habría más de esas conversaciones largas y variadas, que la música una vez más llegaba a su fin. Esta vez es diferente porque no soy una adolescente enamorada sino una mujer casada y comprometida con su matrimonio, madre de dos hijos, con un sin fin de responsabilidades sobre los hombros, una mujer que siempre ha creído que el amor no se destruye, que si alguna vez amaste con intensidad ese amor se convierte en algo más sereno con el paso de los años pero no deja de existir; bajo esa premisa puedo decir sin miendo ni vergüenza que siento por él un cariño inmenso, que su nombre jamás pasará sin pena ni gloria frente a mis ojos y que su sonrisa vivirá por siempre en mis recuerdos más básicos.
Una segunda despedida se acerca y no es el amor ni el desamor lo que me duele, es la certeza de que nunca más nos veremos, pero sobre todo, la inminencia de un nuevo adiós sin una mirada, sin un abrazo, sin un apretón de manos, sin un último limbo. Siento que vivo una y otra vez ese momento en cámara lenta en el que lo veo alejarse y no puedo hacer ni decir nada, vuelvo a tener dieciseis y a sentir una punzada en el corazón.
Entiendo que organizar un cambio de vida tan dramático en menos de un mes es algo que no deja tiempo para despedirse de las amigas ñoñas de la prepa. No reprocho, es sólo que me habría encantado poder decirle adiós mirándolo... tal vez entonces aquella mañana gris de hace diecinueve años dejaría de doler.
1 comentario:
Amiga querida:
Sé que no hay palabras en el mundo que arranquen el dolor que representa el hecho de perder lo que tienes con alguien. En su momento parecía ese NUNCA MAS, como algo determinante en sus vidas y ya ves, no lo fue.
Tal vez ahora sí lo sea o tal vez no...
La vida da muchas vueltas y en el camino, puede guardarnos muchas gratas sorpresas.
Te mando un abrazo muy fuerte con todo mi cariño.
Besitos.
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