Media tarde de un martes ajetreado; calor, tráfico, prisas. En el cruce de Marina Nacional y Circuito Interior me encuentro sus ojos claros, grandes, expresivos. Canto poemas por una moneda, me dice y empieza a recitar con aire de gran poeta, detrás del cubrebocas azul que combina con sus iris, algo que se parece más a un refrán, no de los trillados sino de los que la vida enseña a su paso lento y doloroso. ¿Cómo llegó a allí?, ¿qué hacía antes?, ¿qué miraron sus ojos en su lejana juventud?, ¿cuántos de sus poemas reciben monedas y cuántos muecas y vidrios cerrados?, ¿cuánto se debe pagar por sus versos? Tal vez veinte pesos no sean suficientes... seguramente no lo son pero supongo que significan un kilo de tortillas y un refresco, y supongo también que es mucho más de lo que está habituado a recibir.
Me siento miserable. Un poema no vale veinte pesos y lo sé; lo que no sé es qué otro precio pude haber pagado.
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