Mi mundo se está cayendo a pedazos. Lo supe ayer y en ese momento pensé que no tendría problema en superarlo. La desesperanza me llegó después, o mejor dicho yo llegué a su territorio y fue inevitable que se me trepara a los hombros.
El metro es, en el México actual tan jodido y caótico, el lugar perfecto para que la desesperanza haga de las suyas. Gente que viaja grandes distancias urbanas, apretados como atunes en lata, sentados o parados sin hacer más que dormir, leer o pensar en sus broncas y miserias; gente que cierra los ojos para no ver la dolencia del otro y encontrarse con la propia tan irremediable a veces, tan despiadada siempre; gente que duerme para no pensar, que escucha las ofertas del vendedor de discos piratas para no atender a los reclamos de la miseria de un país entero.
Y yo en medio, siendo parte de todo eso por primera vez en mi vida, cerrando mis ojos, oyendo los cortos de música dance que salen de la mochila mugrosa del ambulante, pensando en un futuro incierto, intentando mantener la cordura, encontrándola en esas manos que me sostienen siempre, sonriendo a pesar del miedo atorado en el cogote.
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