domingo, 25 de julio de 2010

Charcos

Llueve afuera. Estás en casa o en la oficina. Generalmente buscas cubrirte si es que debes salir. Un paraguas, un impermeable, botas, el auto. El problema es cuando llueve afuera y estás afuera y no tienes paraguas ni botas ni impermeable ni auto. Si te mojas te da frío, se te deshace el peinado, se te corre el maquilllaje, la ropa se maltrata y qué decir de los zapatos que pueden terminar en el bote de la basura después del mojado suceso, amén de la alta probabilidad de pescar un buen resfriado. La mayoría de la gente corre, se resguarda bajo el toldo de lona de algún comercio, entra a una tienda o cafetería, toma un taxi, se sube al micro o al autobús. Hay una amplia gama de opciones pero la constante es tratar de evitar a toda costa que el agua del cielo haga de las suyas sobre nosotros. Sin embargo, existen momentos en los que es imposible abstraerse a pesar de todos los esfuerzos, en los que no queda más camino que la resignación. Sufres un poco al principio, las primeras gotas son siempre más frías que las siguientes, mientas madres y maldices tu suerte más de una vez, lamentas tu falta de previsión y juras por las once mil vírgenes que no volverás a salir de casa sin paraguas aunque te choque cargarlo por todas partes. Ya medio mojado dejas de sentir tan gacho. En algún punto te ríes de ti mismo pero al tiempo que odias a los afortunados que van dentro de sus coches, sobre todo a aquellos que en alguna esquina te miran con lástima. Una vez que te encuentras empapado es cuando la magia sucede. En medio del irremediable "ensopamiento" y de la comprensión de que no vale la pena resistirse, te llega la liberación y de un momento a otro dejan de importar todos los detalles banales que te hicieron buscar el resguardo inalcanzable, vuelves la cara al cielo para sentir la frialdad inicial de las gotas cayéndote encima. Te sientes niño de nuevo. Abres los brazos y deja de importar la lástima de los automovilistas desde su refugio seco y abrigado (finalmente son ellos los que se pierden la diversión). Una vez que te abandonas a la libertad del agua es complicadísimo reprimirte. Es una sensación maravillosa, como de transgresión positiva, como de volver al origen; cuyo climax es el momento justo en el que miras el primer charco y decides, con toda intención, brincar sobre él y sobre los cinco siguientes, arrastrar los pies en el sexto para "hacer olitas", buscarlos en lugar de evitarlos. Llegas a casa mojado hasta el alma pero extrañamente feliz y liberado, como después de un largo día de juegos en la infancia.

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