jueves, 30 de septiembre de 2010

Adolescencias

Mis capacidades son limitadas. Las de cualquiera. Nada nuevo bajo el sol. Hablo de esto porque no he sido capaz, a últimas fechas, de salirme de la espiral de sentimientos que mis nuevas realidades generan, mantienen y acrecentan cada día, y enfocarme en otros asuntos. Los que sean.
El caso es que mis hijos, mi adolescente y mi puberto, me ponen a prueba en todos sentidos en todo momento. El descubrimiento de que nada de lo que sobre esta etapa haya imaginado mientras eran sólo un par de niños pequeños se acerca ni remotamente a lo que hoy me cubre y me revuelca como avalancha, me vuelve a cubrir y me vuelve a revolcar. Son muchos los miedos, demasiados los gritos de mi propia etapa adolescente que debo callar constantemente para no permitir que mis frustraciones tomen las riendas de la madre que soy ni empañen la que deseo llegar a ser dentro de un lustro o dos o tres. En eso se me va el ochenta por ciento de mis energías. El veinte restante se diluye entre el resto de mis responsabilidades. Entiendo que no debe ser así y empiezo a buscar salidas para los sueños inconclusos, para los kilómetros que me esperan, para los ríos de tinta que guardan las palabras que algún día lograré disponer en orden sobre una hoja de papel. Entiendo, también, que no debo dejar de trabajar en mi yo adolescente, que debo buscarme, quererme, perdonarme y aceptarme, dejar de sentirme víctima y mirarme en el espejo nuevo de los recuerdos de mis recién reencontrados compañeros de preparatoria (sobre esto vendré a escribir pronto); en resumen: sanar. Nada que no tenga puedo entregarle a mis hijos, nada que no sea.

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