Por muchos años viví sintiendo un profundo temor al frío, seguramente porque muchos inviernos en mi vida estuvieron enmarcados por cuadros severos de enfermedades respiratorias.
Nací un día de agosto y cuando mi papá fue por mí al hospital, me llevó envuelta en cientos de cobijas y por si eso le hubiera parecido poco, le pidió al taxista que lo trasladó a casa, que por favor subiera los vidrios de su coche porque llevaba a su niña recién nacida y prematura.
Mis papás, como buenos primerizos nunca dejaron ni que me diera el aire, mucho menos que caminara descalza o me mojara en la lluvia, y durante los inviernos, llevaba dos mochilas a la escuela, una para mis útiles y otra para el suéter, la bufanda, los guantes, el gorro y la chamarra, y no, Guadalajara nunca ha sido tan helada como para tanto trapo.
Recuerdo haber pasado algunas Navidades en Agua Prieta, Sonora y en Ensenada, Baja California (ahí sí hace frío de a de veras), pero no recuerdo el haber convivido con mis tíos ni primos, recuerdo haber estado con tos, afónica y tomando jarabes, pastillas y en el peor de los casos, siendo víctima de la jeringa.
Es triste que todas las buenas intenciones de mis papás por evitarme riesgos de algunas enfermedades, hayan derivado en cuadros que tal vez fueron peores que los que hubiera tenido en circunstancias normales.
Desde hace algunos años (quizá desde que me casé hace 10), me he dado permiso de disfrutar el frío y no siempre he terminado mal.
Mi recuerdo más reciente es haber caminado por el bosque en Mazamitla sintiendo en mi cuerpo esa humedad llena de olor a pino para después ir a refugiarme al calor del fuego en mi cabañita.
Es curioso pero la vida en general es así... hay que aprender a disfrutar el frío para que cuando te llegue el calor de un fuego o el de un abrazo, te llenes de esa maravillosa sensación que significa estar vivo.
Nací un día de agosto y cuando mi papá fue por mí al hospital, me llevó envuelta en cientos de cobijas y por si eso le hubiera parecido poco, le pidió al taxista que lo trasladó a casa, que por favor subiera los vidrios de su coche porque llevaba a su niña recién nacida y prematura.
Mis papás, como buenos primerizos nunca dejaron ni que me diera el aire, mucho menos que caminara descalza o me mojara en la lluvia, y durante los inviernos, llevaba dos mochilas a la escuela, una para mis útiles y otra para el suéter, la bufanda, los guantes, el gorro y la chamarra, y no, Guadalajara nunca ha sido tan helada como para tanto trapo.
Recuerdo haber pasado algunas Navidades en Agua Prieta, Sonora y en Ensenada, Baja California (ahí sí hace frío de a de veras), pero no recuerdo el haber convivido con mis tíos ni primos, recuerdo haber estado con tos, afónica y tomando jarabes, pastillas y en el peor de los casos, siendo víctima de la jeringa.
Es triste que todas las buenas intenciones de mis papás por evitarme riesgos de algunas enfermedades, hayan derivado en cuadros que tal vez fueron peores que los que hubiera tenido en circunstancias normales.
Desde hace algunos años (quizá desde que me casé hace 10), me he dado permiso de disfrutar el frío y no siempre he terminado mal.
Mi recuerdo más reciente es haber caminado por el bosque en Mazamitla sintiendo en mi cuerpo esa humedad llena de olor a pino para después ir a refugiarme al calor del fuego en mi cabañita.
Es curioso pero la vida en general es así... hay que aprender a disfrutar el frío para que cuando te llegue el calor de un fuego o el de un abrazo, te llenes de esa maravillosa sensación que significa estar vivo.
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