Después de algo así como treinta y tres años, descubrí el origen de muchas de mis inconformidades, miedos, frustraciones y resentimientos.
Me pasé esos mismos treinta y tres años pensando en que el problema estaba en otros cuando en realidad estaba en mí misma.
Había escuchado mucho decir aquello de "No juzguéis para que no seáis juzgados", pero creo que me tardé mucho en entender plenamente este concepto.
Ayer, Dios me dio un regalo. Como todas las cosas que él suele dar, llegó de sorpresa y fue algo que ni en mis más locos sueños pensé que se daría.
La venda se me ha caído de los ojos. No son las cosas que pasan a mi alrededor las que me lastiman sino la manera en que las miro… o mejor dicho, la manera en la que las he juzgado. Y no está mal; la justicia debe buscarse y defenderse a toda costa, el problema está cuando juzgas a las personas en lugar de juzgar sólo sus actos.
¡Gravísimo error!
Ya me lo había dicho mi maestro pero no le entendí.
Supongo que tienen que pasar muchas cosas antes de que puedas aceptar plenamente las realidades.
Hoy que lo sé y lo entiendo, me arrepiento de haber juzgado y no por miedo a ser juzgada pues es obvio que lo merezco. Me arrepiento porque juzgando alejé a mucha gente de mi vida porque no supe lidiar con los fantasmas que nublan la razón y el entendimiento.
Somos y estamos por una razón, no por casualidad, no por accidente, no por coincidencia y hay que buscar siempre estar bien durante el tiempo que dure nuestra vida.
¡De todo corazón, te pido perdón por haberte juzgado!
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