Un día cualquiera te cae en las manos un libro que te toca, que puede moverte de una o mil maneras. No suele pasarme con frecuencia, pero hace poco sucedió. Luz de luciérnagas de Edson Lechuga.
Lo que pasó entre ese libro y yo es amplio y algo complejo de explicar.
Para empezar, se sitúa geográficamente en Ciudad de México. La misma que vivo, conozco y reconozco día a día. Pude situarme con exactitud en cada uno de los lugares que el autor menciona durante el desarrollo de la historia, oler los olores, entender las metáforas, y al mismo tiempo mirar con ojos nuevos esos sitios al pasar por ellos después de la afortunada lectura.
Para seguir, se sitúa temporalmente en los días previos y posteriores al terremoto del 19 de septiembre de 1985; evento que viví. Nadie puede contarme lo que se siente que la tierra se retuerza bajo tus pies con la violencia de 8.1 grados Richter, porque lo sé, porque es uno de los recuerdos más vívidos y aterradores que poseo. Sin embargo mi perspectiva del desastre es la de una niña de doce años protegida por la burbuja de realidad acolchonada que mis padres quisieron construir a mi alrededor en aras de evitarme el sufrimiento que una catástrofe de tales dimensiones puede causarle al alma de una niña sensible. Así que viví el terremoto y pero no sus consecuencias, por lo menos no las directas, no de primera mano. Recuerdo con claridad el color cenizo de la luz, el olor a muerte, la tristeza flotando en el aire; pero no tuve nunca contacto alguno con algún sobreviviente o algún deudo o alguien que hubiera perdido sus bienes materiales en el desastre. No vi de cerca el color de la tragedia humana ni la solidaridad de un pueblo que debió organizarse y acudir en auxilio de sus miembros a falta de un estado capaz de tomar en sus manos la tarea que le correspondía. Luz de luciérnagas me regaló esa perspectiva, me puso de frente con el dolor que antes sólo imaginaba, me hizo ver a los ojos de un niño que mira la ciudad destruida desde la ventana de un edificio que se derrumba y lo devora, me dio la perspectiva del que tuvo que buscar entre miles de cadáveres el de su familiar desaparecido, del que perdió un amor o varios o muchos en medio de aquella tragedia.
También la luz y las luciérnagas. Soy una mujer de campo que sabe de los ataredeceres en los que las luciérnagas se encienden mientras el sol se despide y pintan de sueño de una noche de verano cada rincón del paisaje cercano. Ha sido siempre mi parte favorita del día, ese momento mágico en el que la realidad parece dejar de serlo para adquirir tintes fantásticos. Así las cosas, el título en sí es ya una afinidad.
Me permitiré decir, guardando todas las proporciones posibles y asumiendo que el autor de tal libro es un escritor profesional y ofreciéndole todo mi respeto, que si yo pretendiera decir que tengo un estilo definido en mi calidad de aprendiz primitiva del arte de escribir, este sería similar al de Edson Lechuga. Encuentro similitudes en algunos rasgos de su estilo y el mío.
En fin, que Luz de luciérnagas se ha convertido en un espejo en el que me ha gustado mirar. Ya otro día hablaré de Llovizna, libro de cuentos del mismo autor y con el que también he tenido un crush significativo.
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