jueves, 20 de noviembre de 2008

Ana

Hoy te miro, Ana, con ese cuerpo tuyo que acaba de dejar de ser redondito para llenarse de curvas y líneas rectas, con esos ojos grandes y expresivos que no dejan de ser iguales a los que me vieron por vez primera hace once años y me enseñaron en un segundo el significado de la vida. Hoy te miro con esperanza, con orgullo, con fe, pero también con miedo, o mejor dicho, con varios miedos. Uno, el de faltarte en esta etapa de tu vida en la que necesitas de mi guía y mi fortaleza para regresar de tus excursiones, en la que te es indispensable mi consejo y mi consuelo para aprender a enfrentar la vida de afuera, las relaciones con sus gozos y dolores. Otro, miedo del mundo con sus improperios, con su deshumanización, con su culto desenfrenado al cuerpo y al placer, con su masificación de lo vulgar y su popularización de lo supérfluo. Uno más, a no ser capaz de dejarte ir lo suficiente, lo necesario, a intentar protegerte un poco de más o un poco de menos, a no encontrar el equilibrio entre mis temores y tu derecho de salir al mundo.
Y es que no me fueron suficientes once años ni decenas de libros y conferencias ni los propósitos hechos en silencio cada mañana, para prepararme a la llegada de este momento.
Hoy te miro, Ana, te escucho, te leo, te abrazo, y no puedo negar que quisiera que ese gesto fraterno fuera infinito, que te quedaras conmigo para siempre; supongo que es un deseo legítimo siempre y cuendo no pase de eso, porque también quiero verte volar, vivir, buscar tu propio destino, y eso te resultaría imposible conmigo y mis ramas alrededor tuyo.
Hoy te miro, Ana, y comprendo que mis miedos no son mayores que mi deseo de tu libertad y de la realización de tus sueños, así que soltaré el abrazo aunque me duela y me quedaré a esperarte, abierta de brazos, para cuando necesites volver.

2 comentarios:

Dylan dijo...

No existe un momento más duro para un padre, que el darse cuenta que tenemos que comenzar a ser expectadores de la vida de nuestros hijos.

Esta, es una nueva experiencia de vida, por que al igual que hace catorce años, cuando veo que mi hijo se va a tropezar, extiendo los brazos de manera inconciente en un loco afán por detenerlo... pero el momento terrible es, cuando recuerdo que tiene que caer para poder levantase airoso después.

Esta infima fracción de segundo en la que repliego mis brazos sobre el pecho, es el segundo más lento, intenso e insoportable.

Esto es miedo... y no otra cosa

Saludos desde el caldero!!!

La lunática dijo...

En unos cuantos renglones has hecho unresumen de lo que debe ser la actitud de una madre y del terror al que debemos sobreponernos para hacerlos libres.
¡Gracias! Un abrazo