Una vez más llegó diciembre, en medio de una especie de embrujo de tiempo que nos hace percibir que un año transcurre en un par de semanas. Ya he dicho antes que para mí las luces, los árboles adornados y todos los etcéteras que adornan el mundo occidental (o por lo menos su hemisferio norte) no hacen más que provocarme una especie de mini depresión, y éste que transcurre no podía ser la excepción.
A lo largo de mi vida (desde que abandoné la niñez) los diciembres me han significado todo menos fiesta: a los once años me pegó la varicela y pasé gran parte de las posadas, y la Noche Buena misma, obligada a una cuarentena con toda la soledad y aislamiento que eso supone; a los quince tuve el doloroso deseo incumplido de recorrer el típico tianguis navideño de la Industrial (si remotamente alguien, que tenga o haya tenido que ver con la zona de la Basílica de Guadalupe, lee esta loquera, sabrá de lo que hablo) con un amorcito frustrado de juventud; a los dieciocho una amiga "aderezó" mi cena de Navidad con la noticia de que mi reciente ex novio había vuelto con la niña con la que tronó para andar conmigo durante seis meses; a los diecinueve, veinte y veintiuno me pasé toda la temporada navideña luchando con el fantasma de carne y hueso de ese mismo ex por todo el Puerto de Veracruz; a los veinticuatro comenzó el viacrucis (finalizado a mis treinta y tres) de las hospitalizaciones anuales recurrentes, sino de mi hijo, de mi hija, bien por neumonía, bien por bronquiolitis, bien por rotavirus, bien por apendicitis pero siempre en los últimos días de Diciembre; en ese mismo período la soledad era nuestra constante como familia, muchas noches de Navidad y Año nuevo la pasamos los cuatro solos, lejos del resto del clan a causa de la distancia y de que el trabajo de entonces no nos permitía el tiempo suficiente para trasladarnos a los lugares de reunión familiar; a mis treinta y cuatro, mi hija recién operada de mastoidectomía tuvo una complicación infecciosa y cada uno de los últimos días de diciembre lo pasamos inmersos en la angustia de las dolorosas curaciones y de la incertidumbre sobre si servirían de algo o si sería necesaria una nueva cirugía. El fin de año de mis treinta y cinco me dio una tregua pero éste que transcurre me ha mostrado su feo rostro desde su mismo comienzo, así que a pesar de mis intentos no logro contagiarme del espíritu festivo, por el contrario, quisiera dormir ahora mismo y, como dice la canción de Green Day, que alguien me despierte cuando diciembre termine (sí ya sé que la rola dice "septiembre", pero permítanme el beneficio de la "licencia literiaria").
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