No puedo evitar ser inmediatista. Si hubiera escrito esta entrada ayer seguro que habría hablado del desmoronamiento de mi vida, de la oscuridad y las sombras absolutas, del dolor cuando la venda se te cae de los ojos y ves que muy poco de lo que has creído en los últimos años era cierto, del doloroso despertar de las madres a la pubertad de los hijos y a las decepciones cuando empiezan a llegar una tras otra.
Hoy tengo una perspectiva más positiva a pesar de que la astilla sigue clavada en mi corazón y guardo un montón de miedos en el cajón del buró.
El sábado pasado la vida me enseñó que en realidad no se puede estar preparado para enfrentar los golpes que, inevitablemente, los hijos te propinarán en algún punto del camino. Lo único que se puede hacer es endurecer el corazón ante la adversidad, dejar de lado los sentimientos propios (que generalmente ante una crisis suelen ser del tipo negativo), apoyarlos y seguir amándolos a pesar de todo. Sé que no es fácil ni siquiera decirlo, que la angustia, la vergüenza, la incertidumbre, el dolor y el miedo se te instalan en mente y cuerpo, que las ganas de abandonarse a los impulsos primarios de contrarrestar el dolor propio con el del o los culpables del caos son enormes. Hoy sé muchas cosas que hace tres días desconocía, tal vez la más importante es que no importa cuán grande sea la falla de mi hijo, no importa cuán graves sean las consecuencias ni la inmensidad de mi propia tristeza, jamás lo dejaría solo.
El sábado pasado Gerardo y yo fuimos puestos a prueba, él en una trinchera, yo en la otra. Al final del día el balance, aunque pareciera un resultado imposible, es positivo. Hoy miro a mi esposo y me siento orgullosa e inmensamente agradecida por haberle enseñado a nuestro hijo cómo se enfrenta un hombre cabal a un problema, cómo hace un hombre valiente y digno para levantar la mirada aún en medio del entorno más adverso y en la más precaria de las condiciones. Hoy me siento orgullosa de mí misma por haber resistido a la tentación de descargar mi frustración y mi dolor en el alma de mi niño, de haber sido capaz de sostenerlo y demostrarle con hechos el tamaño de mi amor, y también siento orgullo de la entereza y la valentía que él demostró contra todos los pronósticos.
Ahora bien, mentiría si dijera que el orgullo ha desmaterializado al miedo junto con el dolor, la incertidumbre y la vergüenza, esos siguen comiéndome la entraña de a poco y haciéndo que las lágrimas salgan con una periodicidad mucho más breve de la normal. Lo que quiero decir es que a pesar de que haya momentos en los que incluso el punto de luz al final del túnel parece desaparecer, la fuerza del amor que une a nuestra familia hace que siga valiendo la pena seguir intentando encontrar el interruptor para encender de nuevo la luz.
Hoy mismo me siento abrumada, triste, fracasada y miedosa, pero no desesperanzada. Un ángel me ha tocado con su luz en el momento preciso y gracias a ello estoy en pie de guerra y sigo siendo el sostén emocional de mi familia. Hoy mismo siento una mezcla de sentimientos que desconocía, no sabía que era posible sentirse así. No cabe duda de que todos los días se aprende algo nuevo.
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