Hay personas que me han dolido siempre, que aunque hace años que salieron de mi vida, no lo hicieron del todo en realidad y su recuerdo me sigue visitando con cierta regularidad para recordarme el daño que les hice sin querer en algún momento de nuestra historia en común. Oscar y Juan son dos de ellos.
Oscar fue mi compañero de clase en la prepa y un amigo entrañable durante esos tres años... bueno... casi. Aún puedo ver con claridad su cara de niño bueno y sentir esas tardes apacibles de hacer juntos las tareas y después salir a dar una vuelta por la colonia. Recuerdo que prentendí hacer que dejara de fumar; si me viera ahora, fumadora empedernida, seguro que no mostraría piedad en su burla por mi estúpida contradicción. Si pienso en él, lo primero que me viene a la oscuridad de mis ojos cerrados es su bondad, su calma, su calidez y el dolor de haberle causado dolor. Me amó en silencio durante esos tres años, puso su hombro para que mi cabeza se recargara en él, me limpió las lágrimas por un amor no correspondido sin que jamás yo intuyera que cada una de esas gotas saladas le lastimaba tanto o más que a mí misma, me acompañó en el camino tortuoso que me significaba una realidad dura por la inusualidad de mi corta edad (en una etapa en la que mis compañeros promediaban diecisiete años yo tenía sólo quince), por la enfermedad de mi padre, por el desamor que sufría, por la caótica vida en casa, por la dificultad de adaptarme a un mundo tan distinto a aquel del que provenía. Oscar fue una especie de ángel cuyo único pecado fue enamorarse de mí. La tarde que me lo confesó se hizo la primera grieta de lo que después sería la falla descomunal de un alejamiento que nunca pudimos superar. Como respuesta a mi rechazo comezó a alejarse, se consiguió una novia y cuando la prepa se acabó jamás volvimos a vernos. Hoy día no entiendo cómo pude dejar ir al amigo, por qué no le llamé, por qué no busqué un acercamiento cuando las cosas aún estaban tibias. Seguramente habría ganado mucho pero en ese entonces era demasiado estúpida como para comprenderlo. De cualquier manera le sigo guardando un cariño enorme y no pierdo la esperanza de que algún día nos sentaremos a charlar con un par de cervezas en la mesa para contarnos las vidas y sanar lo que haya que.
Juan era también un gran chico aunque en realidad nunca fuimos amigos. Desde que nos conocimos dejó en claro que lo que le interesaba conmigo era más un noviazgo que una amistad. La dolencia me viene cuando recuerdo que su cortejo fue lindo, respetuoso y sereno; y cuando veo en mi memoria el dolor en su cara al verme del brazo de quien sí logró colarse en mi entraña y ganarse el calificativo del "amor de mi vida" (seguramente con muchos menos méritos pero mi corazón ha sido siempre bastante pendejo). Después de rechazarlo para aventarme a los brazos de Luis y de partirme la madre por no haber tenido la precaución de meter las manitas en dicho lance suicida, Juan volvió a los antes acostumbrados rondines nocturnos, volvieron las invitaciones a las hamburguesas del estanquillo de la esquina (que por cierto ¡qué buenas eran!) y los paseos de tarde de sábado por las calles de Tulancingo, volvieron los ofrecimientos de un amor sincero y sin exigencias. "No me importa que aún lo ames, yo sé esperar y puedo lograr que lo olvides" me dijo una tarde de la que recuerdo hasta cómo íbamos vestidos ambos. Respondí que no y seguramente me quité otra oportunidad de haber tenido una relación con un buen chavo y todo el aprendizaje que eso conlleva.
Me duele haberles causado dolor a ambos, pero debo reconocer que mi egoísmo es más grande y por tanto me duele más el comprender hoy, a mis treinta y tantos, cuánto dejé de vivir en aras de la convicción estúpida de tener una relación sí y sólo sí estaba enamorada. A fin de cuentas, en dos de las tres veces que eso me sucedió, me sirvió para maldita la cosa.
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