Ger tiene once años. Está en plena pubertad. Ya debe usar desodorante y una pelusilla negra se asoma encima de su labio superior. Ger ha sido siempre puras sonrisas. Cuando era bebé sonreía el noventa por ciento del tiempo, su pediatra decía que pocas veces había visto un niño que pareciera tan feliz, y eso no ha cambiado mucho hasta la fecha. Ger es un chavo de buen corazón, empático, siempre preocupado por el bienestar de los demás, compartido. Ger es activísimo, tiene piernas largas y fuertes como una piedra, es alocado y tierno, le gusta bailar y hacer locuras. Ger, a últimas fechas, se compromete en serio, trae excelentes notas a casa y entrena cada día con toda su fuerza. Ha decidido que quiere ser campeón nacional y está trabajando duro para lograrlo.
A pesar de sus once, Ger me sigue pidiendo que lo acompañe a su cama cada noche, que lo tape, le dé un beso y la bendición, que me quede un rato y platiquemos de la vida. Es una costumbre que tiene desde que era muy pequeño.
Hace unos días un amigo compartió un video en Facebook que me hizo recordar esos momentos previos a la hora de dormir que durante tantos años han sido momentos emotivos y llenos de aprendizaje para los dos, sobra decir que se me salieron las de cocodrilo por lo que fue y lo que será, por los recuerdos y por esa costumbre que deberá terminar, por fuerza, en muy poco tiempo, en cuanto Ger abandone la niñez y entre de lleno en la adolescencia.
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