Cuando cumplí quince no creí tener mucho que festejar. Era una adolescente solitaria, aburrida, tímida, miedosa y deprimida, así que cuando mis papás me pusieron sobre la mesa la clásica disyuntiva "viaje o fiesta", la respuesta fue automática: ¡VIAJE! Y es que no había mucho que pensar. ¿Quién querría ser el centro de una fiesta a la que no había a quien invitar? Me horrorizaba la idea de que los invitados serían los compadres, comadres, amigos y parientes de mis papás y tal vez sólo un par de amigos míos, de que la comida, la música y el ambiente serían al gusto también de mis papás, y me entraba una especie de ataque de terror y ansiedad. Por otro lado, siempre había sido mi sueño conocer París, Venecia, Madrid, Londres, así que el viaje me permitía huír de mi patética e hipotética fiesta y cumplir mi sueño de viajar por Europa.
Ana tiene catorce. No hace mucho el ciclo de la vida se repitió y le pusimos sobre la mesa la clásica disyuntiva "viaje o fiesta", la respuesta fue automática: ¡FIESTA! Claro está que enseguida entró en acción el mecanismo mezquino-manipulador-lohagoportubien que a veces se nos dispara a las madres de hijas adolescentes y me dispuse a tratar de convencerla de que el viaje era su mejor opción, que debía considerar que el viaje duraría de tres semanas a un mes mientras que la fiesta terminaría en unas cuantas horas, que hay que buscar experiencias enriquecedoras en la vida, que se imaginara sus fotos frente a la Torre Eiffel y la Puerta de Alcalá y el London eye y bla-bla-bla, una larga perorata de argumentos que hace veintidós años usé para hacerme el cocowash y suturarme la herida de saberme incapaz de disfrutar una fiesta de XV.
Ana fue contundente y se mantuvo firme en su decisión. Quiere ponerse un vestido largo, ser el centro de atención, sentirse la reina de la noche, bailar con sus amigos, tomarse fotos locas, maquillarse y usar tacones. Quiere brillar, que es justo lo que yo evitaba por todos los medios a su edad. Afortunadamente el angelito sobre mi hombro derecho me susurró a tiempo que mi hija tiene el derecho absoluto de decidir qué tipo de festejo prefiere aunque no coincida con mi opinión y a fin de cuentas apoyé su decisión.
Hace un par de días comenzamos con los preparativos y, sorprendentemente, me he descubierto a mí misma disfrutando del proceso, emocionándome con los planes, recortando revistas y buscando ideas en internet para la decoración, el pastel, el vestido y el largo etcétera de elementos que componen un festejo de ese tamaño.
Me alegra haber descubierto a tiempo el error que cometía al tratar de que Ana siguiera mis pasos, pero me alegra más ver como defendió su sueño, cómo no renunció, cómo peleó por él a pesar de que el contrincante era su propia madre.
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