El tiempo no para, no muestra misericordia, no es sensible a los estragos que causa ni se envanece de las cosas positivas que provoca. El tiempo nos engaña, corre más rápido de lo que parece, nos traiciona, hace que los miedos se nos cumplan aunque parezca que aún no es el momento adecuado para ello. Cuando eres madre te invaden muchos miedos. El tiempo me hizo realidad, el viernes pasado, uno de los más complejos: Ana tuvo su primer desencanto amoroso, lloró por amor en mis brazos. No puedo decir la cantidad de sentimientos que se me agolparon en las entrañas, de todos tipos y tamaños. ¡Cuánto tiempo temí ese momento! ¡Cuántas veces rogué al tiempo que no se adelantara, que la dejara crecer un poco más antes de enfrentarla a lo inevitable! ¡Qué poco tiempo pasó entre mi primer dolor y el suyo! Veinte años apenas. Pareciera poco y, sin embargo, no lo es, y no sólo no es poco: es nada, porque la actualidad de mis sentimientos hace que el tiempo regrese y entonces soy una madre que intenta curar a su hija de lo mismo que ella padece de algún modo y en algún lugar escondido del corazón. Veinte años no son nada, son minutos, segundos en los que voy de su rostro al mío y los miro mojados; son la misma recámara, antes azul, hoy verde; es el mismo dolor aunque el mío era solitario y hoy le hace compañía al de ella para que no se sienta igual que su madre veinte años (o algunos minutos) atrás.
Ana apenas comienza el camino del amor y sus dolores. Me aterra que sea como yo, pero ¿cómo hago para que no?, ¿cómo le enseño lo que nunca supe, lo que, aún hoy siendo adulta, no soy capaz de interiorizar?, ¿cómo le muestro el camino de la fortaleza y la dignidad cuando nunca he sido capaz de ellas?
Le pido tiempo al tiempo, le ruego muerte al miedo, fuerza al dolor para vencerlo, compañía a la madurez, disciplina a las lealtades. Lo pido para Ana y para mí por igual.
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