Tiempo y distancia y mar y lluvia y noches estrelladas y silencio... elementos suficientes para que la calma vuelva, para que la perspectiva sea la correcta, la del pensamiento coherente y no la de la víscera vulgar.
A los treinta y tantos la vida está, teóricamente, a la mitad; se han tomado decisiones que implican cientos de renuncias a cambio de decenas de compensaciones. Hasta aquí hay cierto equilibrio. El problema surge cuando las primeras son mucho mayores cuantitativa y cualitativamente que las segundas, o por lo menos cuando se nos nubla la mente y así lo creemos.
A los treinta y tantos generalmente se es madre, se llevan varios años de matrimonio, se empieza a escapar la lozanía, la gravedad empieza a dejar su huella en más de dos partes del cuerpo y te empieza a caer encima la certeza de que hay cosas que ya nunca más sentirás o harás o te harán o dirás o te dirán o sentirás o te harán o harás sentir. Ver hacia adelante es imprescindible, hacer las renuncias necesarias para la paz mental, pero que al mismo tiempo te van matando sueños e ilusiones, es de lo más complicado que existe.
A los treinta y tantos y a medio vivir (que no es lo mismo que vivir a medias o medio vivir) te enfrentas a la certeza de que mucho de lo que no hiciste no será hecho jamás y a que cada vez te queda menos tiempo para alcanzar los anhelos y volverlos realidad.
Hace algunos días tomé conciencia de que nunca más habrá una mariposilla en mi estómago y que nunca más existirá una primera vez en mi cuerpo o en mis manos, que los sabores conocidos serán los únicos hasta el último aliento, que las renuncias están hechas y no hay posibilidad de que sea de otra manera. No me hizo gracia. En realidad lloré y me desesperé. Después me fui a la playa y tuve oportunidad de pensar.
Hoy veo las cosas con mayor optimismo, no sé cuanto durará; conociéndome, puede que muy poco, pero mientras tanto, trato, intento.
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