La vida se va tejiendo de instantes, a cada segundo, sin parar. A veces, esos instantes son aderezados por sustancias especiales que se entretejen con ellos, que se funden en la hilatura y le dan color para ir formando poco a poco el lienzo completo de una existencia.
The Police ha estado a mi lado durante mis últimos veinte años, filtrándose con cada canción en mi lienzo particular y aportando una y otra vez colores y significados distintos, porque no es lo mismo Message in a bottle a los catorce que a los veinticuatro que a los treinta y cuatro; ni King of pain soltera que casada y madre de dos hijos; ni Reggatta de blanc imitada guturalmente por mi hija a los once meses de edad que cantada por mí un millón de veces en el auto a tope de volumen.
Hace dos noches Sting, Andy y Stewart fueron capaces de fusionar cientos, tal vez miles de momentos, de sentimientos, de dolores, de recuerdos, de decepciones, de alegrías y triunfos y sueños y llantos y besos y miedos y primeras y últimas veces; en poco más de cien minutos de un despliegue artístico excepcional a escasos treinta metros de mis incrédulos ojos y agradecidos oídos; una fusión de tal magnitud que me licuó el alma y me la volvió lágrimas.
Lo que esos tres hicieron por y para mí no fue sólo música, fue una regresión, una catarsis, un hervidero de entrañas... una explosión de color.
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