viernes, 9 de septiembre de 2011

Once

Podría decirse que volver a la adolescencia es un tema reservado para el cine o para los libros de ciencia ficción, pero a mí me ha pasado y el proceso ha sido sin duda enriquecedor por las reflexiones a las que me ha dado ocasión, y divertido porque he aprendido a disfrutar la vida como viene sin cuestionarme tanto la forma.

Poco después de haber cumplido once años se dio la primera separación de mis papás, especialmente de mi mamá, con quien había pasado prácticamente las veinticuatro horas del día de los anteriores cinco años. Mi mamá en vida se desempeñó como maestra de primaria y maestra de dibujo técnico en secundaria. Su horario de trabajo era de 7:00 a.m. a 1:00 p.m. y de 2:00 a 6:30 p.m. Mientras estudié la primaria, la mejor opción fue que lo hiciera en las escuelas donde mi mamá trabajaba, porque en aquellos entonces no había esquemas de guarderías que pudieran atenderme durante el otro turno, así que los cinco años que cursé de primaria (son seis, pero yo pasé de tercero a quinto sin cursar cuarto año) los pasé con ella en tiempo completo.

Cuando me llegó el tiempo de estudiar la secundaria, las responsabilidades propias de los deberes de ese nivel educativo hicieron que termináramos con el esquema de ir todo el día a los dos tipos de escuela. Lo mejor para mi era acudir a una escuela en la ciudad (porque en esos años ella trabajaba en escuelas rurales) y dedicar el resto del día después de clases ocupándome de estudiar y hacer las muchas tareas que suelen dejar los muchos maestros que adquieres en este nivel. Todo era muy normal, natural y por supuesto, lo más lógico y conveniente para todos. Como mi mamá y yo entrábamos a la misma hora y estábamos en escuelas diferentes, nos íbamos a la misma hora pero cada quien por su lado. Mientras mi papá trabajó en la ciudad, me llevó a la escuela por las mañanas, pero llegado el momento en que él se fuera a trabajar a otra ciudad, yo tomaba mi patín, por decirlo de algún modo, para ir a la escuela.

El proceso no debió implicar mayor impacto en mi vida, después de todo yo seguía teniendo papás, no es que me hubiera quedado huérfana ni nada por el estilo, pero la realidad es que mi súbito contacto con el mundo de afuera donde no había mamá que me protegiera o que estuviera pendiente de mí y de lo que pasaba conmigo durante el día, se convirtió en un parte aguas que determinó la forma en la que vi el mundo durante los siguientes veinticinco años. Por principio de cuentas me convertí en la señora de la casa. Yo hacía las compras diarias (en aquellos años ni las carnicerías, ni las verdulerías o tortillerías funcionaban después de las 3:00 de la tarde y le ayudaba a mi mamá con la comida y la limpieza de la casa). Llegar a una casa sola donde no hay qué comer si no lo preparas, me pesó mucho durante el primer año del cambio. Esperar a que llegara mi mamá por la noche para decirle que tenía que salir corriendo antes de que cerraran la papelería para comprar las láminas y cosas extras que me pedían en la escuela para hacer mi tarea fue una experiencia hasta cierto punto desgastante y desmotivador. Mis vecinitos llegaban a su casa y le contaban a su mamá todo lo que les había pasado durante el día, se lavaban y se sentaban a comer sopa caliente que seguramente sabía muy buena porque no estaba quemada ni cruda, ni salada, ni insípida. Cuando mis amigos de la escuela me invitaban a sus casas a comer y a pasar la tarde para estudiar y hacer tareas, era un día de fiesta porque comería rico y pasaría la tarde en familia, con los papás y hermanos de mis amigos. La secundaria fue una época particularmente difícil porque mi ingenuidad me jugó malas pasadas con maestros y compañeros que tomaron ventaja de mi inocencia y falta de autoestima. 

Admito que durante años guardé mucho resentimiento hacía las personas y circunstancias que "me hicieron" sufrir en aquel tiempo. Los maestros que me exprimieron hasta que lograron que reventara, los compañeros que se burlaban de mí porque era flaquita y usaba zapatos ortopédicos, los niños que me gustaban y que nunca me hicieron en el mundo o cuando me notaban, lo hacían para maltratarme; la compañeríta que me cuestionaba el por qué yo leía libros de auto ayuda si había compañeras con desempeño brillante que no necesitaban hacer cosas raras como pedir ayuda de ningún tipo, los niños que físicamente me agredieron (oh sí, el bullying no es un asunto nuevo), las niñas que me invitaban a hacerme la pinta o a salirme de mi casa sin permiso, las que no podías contarles que te gustaba ver caricaturas cuando a ellas les gustaba ver telenovelas. 

Mi bajo desempeño académico minó mi ánimo al punto de decidir no esforzarme más por cosas que estaban más allá de mí; estaba claro que no importaba cuánto me esforzara, nunca volvería a ser la alumna brillante que fui en mis años de primaria (que fue una de las razones por las que me pasaron de tercero a quinto en la primaria). Fue un tiempo que viví con miedo, tristeza y en el que aunque traté de comunicarles a mis papás lo que sentía, ellos no pudieron hacer mucho por mí más que escucharme y tratar de darme un consejo, aunque generalmente no era el consejo que esperaba. Así es la vida cuando dejas de ser niño pero no eres todavía un adulto. Estás verde y tu visión del mundo no va más allá del día a día y de las paredes de tu casa o barrio y escuela. 

La parte buena de aquellos años fue que aunque tuve muchos compañeros que me agredieron, también tuve muy buenos amigos. Gente que quise mucho y que llenó esos dias de cariño, comprensión, diversión y apoyo. Fueron los primeros amigos estables que tuve (en mis años de primaria cambié de escuela varias veces), y con ellos viví las primeras experiencias de lo que significaba ser amigo y compañero. Con ellos compartí: risas, llantos, corajes, sustos (aquel temblor de 1985), travesuras, miedos, esperanzas, ilusiones y muchas otras cosas que por el momento se escapan de mi memoria.

Cuando mi mamá abandonó este mundo, yo volví a sentirme como cuando tenía once años. La diferencia ahora es que mi mamá no regresará a casa a las 8 de la noche. 

El proceso no debió implicar mayor impacto en mi vida, después de todo yo seguía teniendo a mi papá, era una mujer adulta con una vida propia e independiente y con una famila. La muerte es un proceso natural por el que todos tenemos que pasar y aunque fuera sopresivo que mi mamá partiera porque ocurrió de pronto y sin previo aviso, no hay razón que justifique no aceptar las cosas como son y seguir la vida de la mejor manera posible. Después de todo mi mamá y yo ya no teníamos cosas en común más allá del nombre y el hecho de que éramos familia y nos teníamos el amor propio de los padres a los hijos y viceversa. Y aunque el tiempo y las circunstancias me hicieron decidir que para no sufrir lo mejor era poner una barrera, hoy me queda claro que no importa cuan alto y extenso hayas construido el muro, el dolor de las separaciones es inevitable y más cuando el vínculo que se ha roto es el que tenías con quien te dio la vida. Extraño mucho a mi mamá pero en aras de "saber" vivir mi nueva condición, me tragué muchas cosas que terminaron por lastimarme más de lo que me hubiera lastimado decepcionar a quienes admiraban mi forma adulta y madura de tomar las cosas.

Viví ocho meses de depresión que culminaron el día de mi cumpleaños número treinta y nueve como el día más triste de mi vida. Sí, estaba muy agradecida por tener la maravillosa familia que tengo a mi lado, sí, estuve frente al mar en compañía de mi marido y mi hijo mayor, sintiendo la brisa fresca en mi rostro, pero también sufría el hecho de que mi mamá ya no me llamaría para felicitarme, ya no volería a recordar lo que significó mi presencia en su vida. Sí, estaba triste y no era capaz de decirme a mí misma: Estoy triste, acéptame, porque no tiene nada de malo estar triste, aun cuando en la vida tienes muchas cosas por las cuales estar feliz y agradecida. Regresé de Vallarta y caí en cama con una infección renal, producto de mi mal cuidado estado general de salud. En esos días, el perro que había sobrevivido a mi mamá y que mi papá cuidaba, se salió de casa y murió atropellado. Son cosas que pasan. Habrá gente que las pueda asimilar con mayor facilidad. Habrá gente que no tenga necesidad de llorar y pueda superar los momentos que implican tristeza o preocupación sin mayor aspaviento. No es mi caso y por primera vez lo acepto y hago la paz con ello.

Sí, todo esto sucedió para que yo pasara de tenerle miedo a la vida, a disfrutarla con todo lo que trae. Y bueno, no volví a los once años nada más por eso. Curiosamente unos días después de que regresé de Vallarta, me encontré rodeada por mis excompañeros de secundaria. Muchos han vuelto de golpe, alguna de ellas para acompañarme en mi duelo y otros más para hacerme recordar todo aquello que borré de mi mente porque consideré que no valía la pena; también me han servido para volver a mirar sin condenar, los métodos con los que fui instruida por parte de los que fueron nuestros  maestros. 

Ayer cumplí junto con mi hijo mayor, doce años. Mi duelo ha madurado y he dejado la depresión en el pasado. Curioso que todo esto haya pasado mientras él realmente tenía once años y vivía en carne propia, algunas de las experiencias que yo tuve a su edad.





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