Son prueba contundente de nuestras heridas, recordatorio perenne de los sufrimientos acumulados a lo largo de la vida; y a pesar de que cada una tiene su historia única y su profundidad propia, las primeras son las que tardan más en sanar. A veces te llega el fin de la existencia y aún salen de ellas los suspiros y las lágrimas, los desamores o los desprecios, las traiciones, los olvidos.
Mis primeras cicatrices han sido mis compañeras de vida aunque no quiera. Canciones, lugares, aromas, sonidos, las abren de nuevo. Una y otra vez. Hoy sí y mañana también. De ellas, cuando nuevas, brotó sangre también nueva, recién marcada por las ausencias, por las inexistencias, por la compañía única de las letras y los números, por las miradas silenciosas y los besos enviados a escondidas, por la incapacidad de pertenecer a lo que me rodeaba, por la soledad.
Las cicatrices son eso y quien las muestra es porque ha sufrido profundas heridas, como bien decía Shakespeare en Romeo y Julieta.
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