- Quédate un rato, mami - me pidió Ger cuando fui a su cama a cobijarlo y bendecirlo antes de dormir. No pude resistirme a la súplica de sus ojitos a pesar de que había tenido un día pesado, y lo único que deseaba era darme un baño y abandonarme al sueño durante horas. Me recosté junto a él y me abrazó, justo entonces agradecí a la culpa que ataca a las madres ausentes de casa el día entero, no haberme permitido cumplir el capricho de mi cuerpo agotado, el haberme obligado a quedarme para recibir el regalo de sus brazos, aun pequeños pero no por mucho tiempo, al rededor de mi cuello y escuchar su vocecilla dulce preguntarme:
- ¿Qué es lo que más te gustaba hacer cuando eras niña? Claro, además de leer.
¿Por qué siempre preguntas cosas tan complicadas de responder? Le pregunté en silencio.
No fue la primera vez que mi hijo me sometió a ese tipo de interrogatorio complejísimo en el que las respuestas no están a la mano de la memoria, sino escondidas en algún recoveco lejano de mis archivos más empolvados en el mejor de los casos, en el peor, simplemente no existen.
- Comer capulines.
- Pero... algo diferente de comer. No se vale que me digas que leer o comer o jugar, eso es algo que a todos los niños nos gusta -dijo condecendiente con esa madre suya que no entendió el sentido primario de su pregunta.
Busqué nuevamente en mi memoria y de a poco comencé a despertar hacia algunas respuestas dormidas por años. Recordé ver la lluvia desde la cocina de mi abuela, detrás de esa puertita verde a media altura sobre cuyo borde recargaba mis brazos cruzados y mi barbilla para contemplar las "ranitas", que no eran otra cosa que el caer y rebotar de las gotas sobre los charcos multiplicadas por cientos. Me gustaba contarlas aunque debo admitir que nunca llegué a más de cuarenta. Imaginaba que eran ranitas que saltaban y croaban en medio de una fiesta animadísima. Recordé también los pasteles de lodo, el olor a eucalipto en el patio de mi abuela, un calentador viejo e inservible que mis primas y yo jurábamos era una especie de receptor de mensajes extraterrestres, ver los aviones chiquitos en el cielo perderse entre las nubes y aparecer de nuevo segundos después mientras trataba de imaginarme qué se sentiría viajar en uno de ellos, ¿se haría "la panza chiquita"?, ¿se sentiría feo?, ¿bonito?
Uno a uno los recuerdos se desgranaron en mi mente y de ahí viajaron a mi boca para, finalmente, contarle a mi hijo lo que me gustaba hacer de niña. Él escuchó atento cada palabra y después de un largo rato, interrumpido por el "¡Ya son veinte para las diez y ese niño sigue despierto!" de mi esposo siempre atento a los horarios, me despedí de Ger sin sentir más el cansancio del día y con una sonrisa enorme en mi boca y en mi corazón.
Gracias, hijo, por haberme hecho voltear hacia mí misma una vez más.
- ¿Qué es lo que más te gustaba hacer cuando eras niña? Claro, además de leer.
¿Por qué siempre preguntas cosas tan complicadas de responder? Le pregunté en silencio.
No fue la primera vez que mi hijo me sometió a ese tipo de interrogatorio complejísimo en el que las respuestas no están a la mano de la memoria, sino escondidas en algún recoveco lejano de mis archivos más empolvados en el mejor de los casos, en el peor, simplemente no existen.
- Comer capulines.
- Pero... algo diferente de comer. No se vale que me digas que leer o comer o jugar, eso es algo que a todos los niños nos gusta -dijo condecendiente con esa madre suya que no entendió el sentido primario de su pregunta.
Busqué nuevamente en mi memoria y de a poco comencé a despertar hacia algunas respuestas dormidas por años. Recordé ver la lluvia desde la cocina de mi abuela, detrás de esa puertita verde a media altura sobre cuyo borde recargaba mis brazos cruzados y mi barbilla para contemplar las "ranitas", que no eran otra cosa que el caer y rebotar de las gotas sobre los charcos multiplicadas por cientos. Me gustaba contarlas aunque debo admitir que nunca llegué a más de cuarenta. Imaginaba que eran ranitas que saltaban y croaban en medio de una fiesta animadísima. Recordé también los pasteles de lodo, el olor a eucalipto en el patio de mi abuela, un calentador viejo e inservible que mis primas y yo jurábamos era una especie de receptor de mensajes extraterrestres, ver los aviones chiquitos en el cielo perderse entre las nubes y aparecer de nuevo segundos después mientras trataba de imaginarme qué se sentiría viajar en uno de ellos, ¿se haría "la panza chiquita"?, ¿se sentiría feo?, ¿bonito?
Uno a uno los recuerdos se desgranaron en mi mente y de ahí viajaron a mi boca para, finalmente, contarle a mi hijo lo que me gustaba hacer de niña. Él escuchó atento cada palabra y después de un largo rato, interrumpido por el "¡Ya son veinte para las diez y ese niño sigue despierto!" de mi esposo siempre atento a los horarios, me despedí de Ger sin sentir más el cansancio del día y con una sonrisa enorme en mi boca y en mi corazón.
Gracias, hijo, por haberme hecho voltear hacia mí misma una vez más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario