Baltazar, mi abuelo materno, murió cuando yo tenía apenas tres años, así que nunca tuve grandes recuerdos de él en vida. Sin embargo, las memorias de las excursiones que hacíamos al cementerio cada Día de Muertos para visitarle, siguen cálidas en mí.
La familia en pleno se reunía temprano por la mañana. Mi madre y todas las tías preparaban con antelación la comida que llevarían para calmar el hambre de la horda de primos que saltábamos de un lado al otro pretendiendo, en casa, ayudar a los tíos a subir flores, cubetas y palas a las camionetas, y ya en el cementerio, a bajar todo de nuevo.
La faena comenzaba con retirar las flores marchitas del año anterior, cosa que a mí me aterraba porque siempre salían de ellas cientos de bichos. Después había que esperar a que los papás limpiaran el montículo de tierra bajo la que descansaba el abuelo y le volvieran a dar apariencia de tumba nueva con ayuda de las palas. El olor a tierra de cementerio es diferente a cualquier otra, ahí aprendí a comprenderlo. La parte divertida comenzaba cuando la tierra había sido acomodada, era entonces cuando los niños entrábamos en acción deshojando las flores de cempasúchil y esparciendo su amarillo característico por todo el montículo, haciendo figuras, nombres y cuanta cosa se nos ocurría. Llenábamos botes con agua y armábamos ramos con nube y flores de terciopelo. Las gladiolas estaban destinada a los jarrones grandes que permanecían junto a la cruz de hojalata sobre la que rezaba el epitafio típico del lugar: “Te has llevado lo que más amaba pero me queda el consuelo de saber que algún día nos veremos de nuevo. Baltazar Cortés García. Recuerdo de su esposa e hijos”, a la cual mi prima Isabel y yo agregamos furtivamente “y nietos” con pintura Vinci, un pincel y la letra despatarrada de dos niñas de seis y siete años. Una vez remozada, la tumba lucía elegantísima a mis ojos, llena de colores, luces de veladora y con el fragante aroma de las flores como “bonus track”. Al final, grandes y pequeños rodeábamos al abuelo, y la abuela comenzaba con voz trémula los rezos, iguales siempre cada año, con sus ojos llenos de agua y su pañuelo blanquísimo en la mano derecha deformada por la artritis, presto a limpiar cualquier lágrima que se escapara a su férrea voluntad de no llorar. Era un momento solemne, el único en el que la inmovilidad era rota sólo por el leve meneo de los labios al murmurar los Padres Nuestros y Aves Marías, y por el viento helado que nos despeinaba y traía el aroma del bosque cercano.
El colofón era la comida. Pan de muerto, tlacoyos, tacos de frijoles y arroz, refresco de naranja. Comíamos junto al abuelo, todos contentos por estar juntos y recordarle con cariño.
Hace unos días volví a ese lugar. Esta vez fui yo quien preparó la comida y fue mi esposo quien cargó las cubetas con agua. Fueron mis hijos quienes acomodaron las flores en los jarrones del panteón de mármol que cubrió el montículo de tierra hace un lustro. Fue mi madre quien dirigió los rezos, sin pañuelo pero con la artritis incipiente en sus manos y las lágrimas guardadas en sus ojos. Durante ese momento solemne volví a ser niña.
“Gracias abuelo por los maravillosos recuerdos que me regalaste a pesar de que no tuvimos mucho tiempo para convivir. Tu prieta.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario