lunes, 2 de marzo de 2009

¿Qué tan bueno es ser bueno?

Quico ha sido siempre un marido ejemplar. Su esposa, la envidia de todas cuantas conocíamos a ese hombre tan considerado, amoroso, romántico, entregado, incansable para decirle minuto a minuto y delante del mundo entero lo hermosa que era ella ante sus ojos, fiel, trabajador, sin vicios, buen padre, buen hijo, buen hermano, buen amigo, buen todo. Diez años de tal derroche de virtudes no le alcanzan hoy para retenerla, para convencerla de que ella nunca se encontrará a un tipo mejor que él, para que lo siga amando si es que alguna vez lo hizo en realidad.
Casos como este, y otros con los que me topo de frente en la problemática de amigos y conocidos, me hacen pensar si en realidad ser bueno es tan bueno.
Adriana me decía la semana pasada que fallamos en ser tan cuidadosas, tan buenas niñas, tan observadoras de las buenas costumbres, "¿de qué diablos nos ha servido?" Me preguntaba desolada mientras su pequeño de dos años gritaba como poseído al rededor suyo, sin permitirle siquiera unos minutos para desahogar sus penas y arrpentimientos. "Debimos ser más cabronas, romper más reglas, besar más bocas, reventar más corazones, tomar más tequila" aseguraba con la voz rota por el cansancio de la vida a sus treinta y cinco. Entiendo que atraviesa por una ligera depresión y que bajo ese estado es muy común ver las cosas más densas de lo que en realidad son, pero no he dejado de preguntarme qué tan cierto resulta en la práctica.
¿Qué tan bueno es ser bueno? ¿Por qué a quienes se portan bien les va mal? ¿Por qué una "niña mal" se puede convertir en una "señora bien" y no se vale lo contrario? Y no es que las señale, es más, lo más probable es que las envidie, justo como lo hace Adriana, aunque yo no sea tan valiente y no me atreva a decirlo en voz alta.
Supongo que, nuevamente, es cuestión de equlibrio, y a veces siento que lo he logrado; sin embargo, otras me parece que la vida se me ha ido quemando en infiernitos tontos. Supongo, también, que todo depende del cristal con que se mire y que tengo que esforzarme por alejar lo más posible mi vida del lugar común de las lamentaciones estériles.
Acción, movimiento, decisión, tomar las oportunidades que se me presentan, decir lo que siento, hacer lo que quiero... el único antídoto. El precio del fracaso: la monotonía, la simpleza, la mediocridad.
¡No! Me resisto, lo haré siempre. A fin de cuentas, creo que no soy tan buena. Es más, no sé si quiero seguirlo siendo.

1 comentario:

Anabell dijo...

¡Ay amiga!, ¿qué te puedo decir? Que esto es materia de discusión y frustración desde que el hombre existe sobre la faz de esta tierra.

Aunque por mucho tiempo me pase lamentando, resintiendo, llorando o refunfuñando el cuestionamiento en sí, tarde o temprano llego a la conclusión de que es mejor conservarse bueno porque generalmente uno no se vuelve cabrón con quienes lo son, sino con quienes no se lo merecen.

Así la vida mi tocayita del alma.

Te mando un gran abrazo con mucho cariño.

Besos.